Al hablar de jóvenes y de adolescentes existe la tentación de definirlos en función de la edad. Lo que sucede es que, paradójicamente se trata de dos grupos que no pueden ser definidos por la edad. Al menos en la actualidad.
Hacia 1920 o 1930 quedaba claro que los jóvenes dejaban de serlo a los 25 años. Hoy pensamos que la juventud comienza en esa época.
Con la adolescencia pasa algo similar. Siempre fue definida como una temática psicosocial, pero también con cierto límite de edad que se fijó alrededor de los 18 años. Era cuando se resolvía la famosa crisis de identidad motivada por el cambio corporal que implicaba la aparición de la pubertad y la sexualidad. La organización Mundial de la Salud recomienda hoy marcar su término alrededor de los 25 años.
Con el tiempo, comenzó a notarse que no todos los sectores sociales de todas las sociedades, recorrían de la misma manera ese período y por esa razón se comenzó a hablar de moratoria para describir a quienes son, sociológicamente hablando, los jóvenes. No son niños, han dejado de serlo por la fuerza de la biología, pero tampoco son adultos, con la carga y la deuda que se supone que caracteriza a la adultez. Están en transición, esperando cumplir con esa deuda que es lo que significa vivir en moratoria.
Lo grave es que existe hoy una especie de doble transición en el pasaje hacia la vida adulta. Una muy veloz en sectores populares, y otra más lenta, en sectores medios y altos. Cuanto más injustas son las sociedades más grandes son las diferentes velocidades de transición, por sector social.
De manera que puede decirse que, en la Argentina, pero no solamente en la Argentina, para ser joven hay que ser rico. También podría decirse que Susana Torrado, una conocida demógrafa argentina, que nuestra sociedad parece apurada por morir pronto, refiriéndose, precisamente, a la curva de envejecimiento de los sectores populares. Mientras más pobres, más rápido van asumiendo las tareas y las obligaciones de la edad adulta, menos recursos tienen para hacerlo, viven en peores condiciones y, por lo tanto, se mueren antes. Es muy cruel, pero puede decirse que ser pobre implica vivir menos.
Esa moratoria de la que hablamos antes, de la que gozan los sectores altos y medios de la población, es un privilegio y no debería ser así. En realidad, debería ser un derecho garantizado por el Estado, que el mismo Estado debería satisfacer. Pero lo impide su evidente debilitamiento como metainstitución. Lo que significa una fragilización de todas las otras instituciones que dependen de él. Como consecuencia, no todos pueden ser jóvenes con sólo ser jóvenes. Tal objetivo, que no es una utopía, requiere de un proyecto político, un programa de acción y de políticas sociales.
Insinuados estos aspectos “clasificatorios”, entre comillas, hablemos un poco de algunas características de las sociedades tradicionales, de las modernas y de las posmodernas, para apreciar de qué manera se han ido modificando.
En las sociedades modernas, la tradición no tiene el mismo peso, en cuanto a la transmisión de la cultura, los valores, el lenguaje o los modelos de significación. Los jóvenes van ocupando un lugar de mayor importancia, porque son los que demuestran mayor capacidad de aprendizaje de nuevos contenidos culturales y tecnológicos.
Hoy, en la modernidad tardía –posmodernidad para algunos- los jóvenes quedan en el centro de la escena comunicativa, publicitaria y de consumo. Es innegable que aparecen como estilo, como lenguaje comunicativo, como objeto de deseo. Las sociedades se han adolescentizado, idealizando a la juventud. Pero ese endiosamiento ha sucedido, nuevamente, en las clases media y alta de la población. En las clases populares, lo que existe es la marginación de los jóvenes, con dificultades para todo lo que signifique inclusión. Nada mejor para representarla, que pensar que inclusión significa posibilidades de acceso a la educación y a los empleos calificados. De manera que asistimos a una brecha entre jóvenes endiosados y jóvenes marginados, como una característica central de nuestra cultura. Casi todos nosotros tenemos experiencia en actuaciones profesionales con unos y otros.
Hablemos de otro mito que juega su aparente verdad en las edades que estamos analizando. Es el que habla del conflicto generacional, característico de las sociedades contemporáneas. Expresado casi como un juego de palabras, digamos que el conflicto consiste en la confrontación entre un joven que quiere ser “grande” pero no quiere ser adulto, porque descubre que los adultos han traicionado su propia juventud y su propia infancia. Descubre que los adultos se han adolescentizado y los toman a ello como modelo de identificación, debiendo ser al revés. Ante adultos desorientados los jóvenes están perdidos, porque necesitan la confrontación para crecer. En los años 60 y antes, la confrontación era grande. Ahora, en cambio, los jóvenes se encuentran en una situación de confrontación “blanda”, desdibujada, esquizoide. Sintetizando, puede decirse que vivimos en una sociedad caracterizada por la crisis de identidad, en la cual todo se vuelve adolescente.
Además, tanto esos adultos desorientados, como los mismos jóvenes, se encuentran inmersos en lo que podríamos llamar un malestar de época. No responde a una sola causa pero mencionaré una importante: el ciudadano promedio no se encuentra dominado por falta de información como en el pasado, sino por exceso de ella, por múltiples versiones que se entrecruzan. La velocidad de las imágenes es tan grande que no les permite a las personas hacerse su propio relato de identidad. Se vive en una búsqueda y una insatisfacción permanente, que, facilita la aparición de nuevos cuadros clínicos psicopatológicos que nada tienen que ver con la psicología clásica.
En épocas anteriores, en el siglo XVIII y XIX, el proceso de democratización de las sociedades y la cultura pasaba por una lucha para lograr un acceso cada vez más amplio de una información que, desde el poder, se restringía. Parte de las estrategias de dominación de los grupos en el poder, se basaba en ocultar cosas, por mantenerlas en secreto. La lucha por las libertades, pasó por ir ampliando ese universo de información disponible. Bien ahora sucede lo contrario: la velocidad de aparición de información es tan inmensa, que en ese mismo movimiento de apertura reside la máxima ocultación, con los inconvenientes mencionados.
Echemos una miradita sobre un hermoso problema de la clase media. Tiene que ver con la independencia económica y el abandono del hogar de los hijos, que parecen bastante cariñosos, pero no se van nunca del hogar. Los italianos, muy gráficamente los llaman mamones. Es que son como lactantes de 34 años, que siguen prendidos de la teta materna, aunque ganan 2500 euros por mes. Pero para que van a irse si la mamma les lava, les plancha, les cocina y tienen piedra libre con la novia, en la propia casa. Claramente, lo que sucede es que se niegan a madurar a precio de su autonomía adulta.
Mariano Giraldes
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