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martes, 29 de diciembre de 2009

Pildoritas

Los denominados estadios de la enfermedad son conocidos. Señalan etapas que muchas veces no advertimos sumergidos como estamos en estilos de vida nada razonables. Son los siguientes:
  • El cansancio que no logra ser superado luego de una noche de sueño.
  • La fatiga como estado más permanente.
  • El dolor de distinta procedencia y génesis.
  • Las enfermedades del sistema digestivo.
  • Las enfermedades del sistema cardio circulatorio y metabólico.
  • Las del sistema nervioso.
  • El séptimo estadio es el más preocupante: tiene que ver con la arrogancia, la rigidez o la negación de las señales que el propio cuerpo está enviando y que deberían ser consideradas advertencias.

Aunque algunos de nosotros exhibimos un elaborado discurso sobre el arte de vivir, muchas veces vivimos solamente una vidita.

Sin ánimo de sugerir recetas, valdría la pena recordar algunas sugerencias presentes en la cultura, olvidadas muchas veces en la cultura occidental, decidida como parece estar en consumir hasta lo más superfluo, divertirse hasta morir, vivir aceleradamente y sin tiempo para dedicarle a las cosas placenteras y sencillas de la vida como sentarse a la mesa, en compañía de los hijos pero con ausencia de televisor.

Valdría la pena:

  • Darse tiempo para pensar el estilo de vida apresurada y febril que puede estar siguiéndose, en el marco de un ocaso de los afectos. La búsqueda de objetivos materiales, no justifica todo. Desde luego, que para aquellos sumergidos en la pavorosa exclusión que es también una característica de nuestros tiempos y de nuestros país, nada de todo esto vale. Sobre todo porque las formas que adquiere hoy la exclusión son también novedosas.
  • No suicidarse cada vez que uno se sienta a la mesa. Comer razonablemente, sin excluir las cosas ricas que a uno le gustan pero recordando que la obesidad es una pandemia. Los occidentales comen el doble de lo que les entra en el estómago. Los orientales, la mitad.
  • Hacer ejercicio, entrenarse o dedicarse a prácticas corporales significativas, como se prefiera expresarlo, pero llevar una vida activa. Uno no envejece y por eso abandona las prácticas corporales sino que envejece porque no se realizan prácticas corporales.

M.G.

martes, 22 de diciembre de 2009

Los movimientos de la vida cotidiana

Una categoría de ejercicios imprescindibles

Desde hace muchos años insistimos en la importancia de incluir en las clases de gimnasia, el reaprendizaje y entrenamiento de los movimientos de la vida cotidiana. Son especialmente importantes en las clases grupales con adultos; pero son de gran importancia en las clases de gimnasia a cualquier edad y también en la preparación de deportistas de competencia. En este último caso, por ejemplo, las situaciones en las que desde el suelo el jugador debe pararse y entrar lo más rápidamente posible en acción, son muy numerosas.
Tales movimientos jamás son enseñados; se supone simplemente que todos han de saber caminar, sentarse, pararse, barrer, correr, saltar, rolar, hacer la cama, barrer, hachar, empujar, levantar y hacer rodar un objeto o un automóvil parado y sin batería.
Probablemente muchos supongan que, o no es necesario enseñarlos dado que no tienen una técnica precisa, o que son de imposible inclusión en una clase. ¡Malas noticias! Tienen una técnica y es fundamental enseñar esas coordinaciones. Posibilitan, inclusive, propuestas muy intensas, que ofrecen, además, una infrecuente posibilidad de ser transferidas a la vida fuera de las clases. (En este caso, cuando hablo de infrecuente posibilidad de transferir, me refiero a que por más que nos empeñemos no podremos explicar fácilmente la utilidad para una mejor calidad de vida o un mejor cuidado de uno mismo, de un balanceo de brazos y tronco o, inclusive de la parada de manos o una rueda, máxime con adultos que saben ya no están para aprender a bailar el hip hop).

Lo más importante que hay que recordar:

  • Cuando se tienen 20 años y unas rodillas intachables, pararse y sentarse resulta fácil. A medida que el cuerpo “enmohece”, hacerlo sin una precisa técnica es muy difícil. Debe ser enseñado. Al igual que otros gestos motores cotidianos.
  • Estos dos simples ejercicios -sentarse y pararse- repetidos unas cuantas veces seguidas significan un esfuerzo muscular y articular más que considerable. Que incluye aprender una coordinación nada sencilla como para que la ejecución de la acción no implique una sobrecarga articular desaconsejable. Ni hablar si proponemos sentarse, acostarse, sentarse, pararse y repetir varias veces.
  • Estas enseñanzas debería comenzar en la escuela. No es cuestión de suponer que valen sólo para los “viejos”. Conozco muchas maestras jardineras jóvenes con serias patologías en la columna, por tener que agacharse permanentemente en los bajos muebles infantiles y por tener que levantar frecuentemente a los “llorosos”, para confortarlos.
  • Los buenos hábitos en los movimientos habituales, son tan dignos de ser enseñados como aquellos otros pertenecientes a las habilidades deportivas. ¿Por qué? Porque el estar sentado es una proeza atlética y los niños y jóvenes pasan muchas horas del día en esa posición.

Estos argumentos deberían alcanzar para entrar en el tema que quiero desarrollar: La falta de buenos niveles de aptitud corporal sumados a fragilidades coordinativas en los movimientos que acabamos de analizar, facilitan las caídas y sus peligrosas consecuencias.

Las caídas y sus consecuencias:

Las caídas son tan perjudiciales para las personas de edad avanzada, y tan costosas para la sociedad que si caerse fuera una enfermedad sería considerada una epidemia.

Más de una tercera parte de las personas mayores de 65 años sufre una caída por año. Aproximadamente una de cada diez caídas produce una lesión seria, como una fractura de cadera. Más o menos el 20 % de los adultos mayores que sufren una fractura de cadera mueren menos de un año después.

No se disponen datos de la Argentina pero, las estadísticas de Estados Unidos muestran que el costo económico de las caídas varía ampliamente hasta llegar a los 75 mil millones de dólares al año, si a los gastos médicos se les suman los cuidados en el hogar relacionados con las caídas y los costos de una vida asistida.

Para una persona de edad, una caída, con frecuencia, es una consecuencia de algún otro problema de salud: fragilidad cardiovascular, cambios en los medicamentos, principio de demencia o debilidad muscular gradual, sobre todo en el tren inferior.

Para la detección temprana de riesgo se están estudiando la utilización de sensores de bajo costo, que permiten estudiar los patrones de los movimientos cotidianos y establecer quienes se encuentran en mayor peligro, por la ineficacia de sus acciones motoras diarias.

Evaluaciones detalladas de la forma de caminar, para determinar -con la ayuda de sensores o sin ellos- los grupos musculares específicos que deben ser fortalecidos pueden ser muy útiles. Pero luego vienen los programas de ejercicio, los cuales, tal como decía al principio, pueden incluirse en las clases de gimnasia.

Mantener la flexibilidad y la fuerza muscular; el equilibrio estático y dinámico y la capacidad de reaccionar ante estímulos de diversa índole, son cruciales a toda edad y nivel. Pero en la adultez mayor y en la vejez, son formas de entrenamiento decisivas dado que tienen que ver con la seguridad y la autonomía funcional. Aspectos que no deberían ser “tapados” por la búsqueda de objetivos estéticos, tanto más prescindibles a determinada edad.

Sobre todo si se considera que, por ejemplo, el Technology Research for Independent Living, grupo de investigaciones sobre las posibilidades de una vida independiente, de Irlanda, muestran como esas intervenciones “a medida”, con ayuda de la tecnología y los programas de ejercicio (que no tienen la integralidad de los modelos de clases que proponemos nosotros), permitieron disminuir las caídas un 30 %. Y se cree que debería ser posible alcanzar un 50 o un 60 % de eficacia, siempre que los programas preventivos comiencen antes que en la actualidad.

Por lo tanto, mantiene su plena vigencia la frase que tanto usamos:
¡CUIDE SU CUERPO! ¡LE PUEDE DURAR TODA LA VIDA!

martes, 15 de diciembre de 2009

ESCUCHAR Y OBSERVAR

En general, la mayoría de nosotros, los profesores de Educación Física, reconocemos la fuerte influencia que las ciencias médicas han ejercido- y siguen ejerciendo- sobre nuestro campo. Tal influencia se ha transformado, más veces de las necesarias, en una verdadera dependencia.
Desde otro ángulo, también la mayoría de nosotros sabe que esa suerte de categorización de “médico rural”, tan querida por el Dr. Favaloro o la de “médico de familia” que muchos conocimos, han caído tan en el recuerdo como la eficiencia y eficacia de los hospitales públicos. Tal como dice mi amigo, el doctor Norberto D`Angelo hoy los más privilegiados se atienden con especialistas exclusivos, los solamente privilegiados tienen un plan médico; los excluidos se atienden en un hospital público y los más excluidos de todos, ni siquiera pueden pagar el transporte para llegar al mismo. De cualquier manera no es eso lo que me interesa resaltar. Lo que sí me interesa tiene que ver con experiencias, en situaciones de consulta médica, que muchos hemos atravesado: la falta de escucha de algunos de los médicos de las afecciones y angustias que motivaron la consulta del paciente.
Tal falta de escucha puede darse en cualquiera de los distintos niveles descriptos. Es más pérdida de una cultura y una ética médica imprescindibles, que otra cosa.
La investigación del propio campo de la Medicina muestra que, en promedio, la mayoría de los médicos Luego del “¿Qué le anda pasando?”, escucha nada más que 18 segundos antes de comenzar con sus recomendaciones de análisis o sus prescripciones.
En el artículo que presentamos tal problema está excelentemente descripto. Me parece importante que podamos reflexionar si en nuestro territorio, ese de la enseñanza de los saberes del cuerpo, la falta de escucha y de observación de nuestros alumnos no es también una constante.
Por Dr. Francisco Paco Maglio
Decía Lain Entralgo que la relación médico-paciente (RMP) es el encuentro entre dos menesterosos, dos necesitados, uno que quiere curar y otro que quiere que lo curen (1)
Enfocada esta relación solamente en la necesidad del “curar” obviando el “cuidar” (socráticamente la “tekné” y el “medeos” respectivamente), resulta alienante tanto para el médico como para el paciente.La RMP se “tecnologiza” y se “despersonaliza”, por eso es alienante, desparece el “otro” como persona.Para el paciente, el médico es un técnico con guardapolvo que extiende recetas y para el médico, el enfermo es un “libro de texto”, con signos y síntomas que hay que interpretar y codificar
En este tipo de RMP desaparece la “otredad” humanizada, son dos “yoidades" despersonalizadas, un (des)encuentro. Desaparece aquel concepto de enfermo de Miguel de Unamuno(2): “un ser humano de carne y hueso que sufre, piensa, ama y sueña". Esta despersonalización lleva al desgaste, al desánimo y a la desesperanza, tríada característica del burnout.
Esta “medicina basada en la evidencia”(3) en la que el paciente es un dato estadístico y el médico un administrador, más allá de su eventual valor técnico-científico, la debemos “des-alienar” con una “medicina basada en la narrativa” (MBN) que no se opone a la visión médico-técnica sino que la enriquece con la visión desde el paciente(4).
La MBN consiste básicamente en las subjetividades dolientes ( más que en las objetividades medibles), esto es, lo que el enfermo siente qué es su enfermedad, la representación de su padecimiento, la experiencia social de lo vivido human como enfermo.
A un adolescente con granos en la cara le decimos: “vos tenés acné” pero él siente vergüenza.
Cuando le decimos a un paciente, “vos tenés sida”, el siente discriminación.
Para la medicina basada en la narrativa, más que en el interrogatorio se necesita un “escuchatorio”, más que un “dígame” y un oir es un “cuénteme” y escuchar.
Un aforismo hipocrático ya lo manifestaba hace 2500 años: “Muchos pacientes se curan con la satisfacción que le produce un médico que los escucha” (5)
Con la MBN podemos desentrañar el verdadero proyecto de vida del paciente y esto es trascendental porque constituye el “motor” para vivir tanto en la salud como en la enfermedad.
En palabras de Nietzsche: “cuando se tiene un por qué vivir, se tolera cualquier cómo vivir” (5)
La narrativa en sí misma es terapéutica no sólo para el paciente sino también para el médico, porque al “re-personalizar” esa relación la “des-alieniza”, vuelven a ser dos personas, dos seres humanos en un encuentro de “inter-fecundadidad”.
Es la “yoidad” a través de la “otredad”. Como decía Levinas: “yo no soy el otro, pero necesito al otro para ser yo” (6)
Ya no serán “médico-robot” y “enfermo robot”, sino médico-persona y enfermo-persona. Renacerá el ánimo y la esperanza, desaparecerá el desgaste y en consecuencia también el burnout.Pacientes y médicos se sentirán útiles entre sí: RMP será una relación solidaria y “des-medicalizante”.Al sentirse kantianemente personas, tendrán dignidad y no precio, serán sujetos y no objetos, se convertirán en fines en sí mismos y no en medios.
En los hospitales hay gente que se muere con hambre de piel”
Relataré algunas experiencias personales con la MBN:
“Me siento leproso”
Un paciente afectado de Estafilodermia Psoriasiforme (el enfermo tiene profusión de escamas en todo el cuerpo) era rechazado ( debido a su aspecto) por familiares y amigos. Al preguntarle cómo se siente, me dijo: “me siento leproso”. Esa era la experiencia social de su padecimiento, más allá de lo biológico.
Al conocer esa narrativa me expliqué por qué la cortisona (medicación electiva) que estaba tomando hacia un mes, no surtía efecto.Una persona desafectivizada, excluida es un inmuno deprimido (la psicoinmunología lo ha demostrado) y con la cortisona se estaba deprimiendo más.Hablé con la familia y los amigos y les expliqué que hasta que no volvieran a comportarse con él como antes, con afecto y respeto, sobreponiéndose a la impresión de su aspecto, no se iba a curar. Así lo entendieron y actuaron.
A los diez días se había curado, manteniendo la cortisona. A la eficacia biológica se había agregado la eficacia simbólica, que la psicoinmunología ha demostrado que actúa por los mismos intermediarios inmuno-cito-químicos; no es simplemente sugestión.
“Doctor, me toma el pulso”
En una oportunidad una viejita (el diminutivo es cariñoso) me pidió que le tomara el pulso. Miré el cardioscopio y sin acceder a su pedido, le dije: “tranquila abuela, tiene 80, está muy bien”. Pero me seguía pidiendo que le tomara el pulso y ante su insistencia le pregunto por qué, ya que la máquina era muy confiable y me contestó: “es que aquí nadie me toca”. La palpábamos pero no la tocábamos.
Razón tenía Benjamin cuando dijo: “en los hospitales hay gente que se muere con hambre de piel”. En nosotros está saciarla.
Los proyectos de vida son fundamentales, a tal punto, que podemos afirmar que más allá del comienzo biológico de la enfermedad (el día que aparecen los primeros síntomas), en sentido antropológico nos enfrentamos el día en que debido a esos síntomas, se ve interrumpido nuestro proyecto de vida. Por el contrario, empezamos a “sanarnos” el día en que a pesar de esos síntomas podamos reiniciar dicho proyecto.
“Doctor, ¿me puede abrazar?”
Relataré algunas experiencias que avalan estas posturas.
“Eto non é vita”
Don Antonio (italiano, 75 años) era un hombre sano, pero a requerimiento de su familia le hago un “chequeo”. Dada su edad los valores de laboratorio estaban un poco por encima de los normales, nada significativo. Como médico recién recibido y con poca experiencia, le indiqué un estricto “régimen higiénico-dietético” dentro del cual estaba la prohibición absoluta del alcohol.
A la semana, la familia me llama porque Don Antonio estaba enfermo y al revisarlo, realmente no estaba bien: hipotenso, adinámico, asténico. Cuando le pregunto cómo se sentía, me dice en un enternecedor cocoliche: “eto non é vita”. Como no le encontraba explicación, le pregunto a la familia si en esa semana había pasado algo que lo pusiera mal. Me dicen que desde que le instalé ese régimen no salía, y a dónde salía? pregunté. Me explicaron que todos los días invariablemente iba al bar de la esquina a tomar un “vermutino” con unos amigos veteranos de la guerra en Abisinia.Entonces comprendí: ese “vermutino” con los amigos era su proyecto de vida y al desconocerlo, mi prescripción se había convertido en una “proscripción”. Fue suficiente que volviera a esas salidas para que desaparecieran los antes mencionados síntomas.
“Ese es mi proyecto de vida”
A veces los pryectos de vida no son tan obvios y se necesita profundizar en la narrativa. Una buena estrategia es pedirle al paciente que nos relate un día habitual de su vida cuando estaba sano.
Un pastor protestante estaba en una unidad coronaria por un infarto agudo de miocardio con un angor inestable, asociación de gravísimo pronóstico.
En el relato a que nos referimos manifiesta lo siguiente: “Me levanto muy temprano, rezo, estudio, ordeno el templo (hablaba muy nervioso y angustiado, lo que se reflejaba en el cardioscopio por su gran inestabilidad eléctrica), y por la tarde vienen unos feligreses con los que tenemos un grupo de reflexión (a esta altura del relato se va calmando, no estaba tan nervioso, lo que se refleja también en el trazado elctrocardiográfico), y si viera, doctor, qué bien nos hacemos, yo a ellos y ellos a mí, pero ahora vaya a saber dónde están y yo aquí rodeado de tubos y aparatos” (vuelve a ponerse nervioso y también su co-relato en el cardioscopio). Le pregunto si ese grupo de reflexión era muy importante para él y después de pensar un poco me dice: “ahora que no lo puedo hacer me doy cuenta que ese es mi proyecto de vida”.
Se localizó a ese grupo y dos veces por día, media hora, concurrían a la unidad coronaria y restablecieron aquel contacto. A los 3 días seguía el infarto pero había desparecido el angor inestable: Se había reintegrado a su proyecto de vida.
“No me dejen morir”
Teresita era una joven que a la mañana siguiente de su fiesta de 15 años amanece con una cuadriplejía por una poliomielitis. Estuvo once años en un pulmotor moviendo nada más que la cabeza. Nunca en mi vida profesional conocí a alguien tan aferrado a la vida. Había aprendido a dibujar con la boca y hacía tarjetas de Navidad que las mandaba al Hospital de Niños: era su proyecto de vida.
Un día se complicó con un cuadro abdominal agudo por una apendicitis. En esa época no existían los respiradores modernos que permiten que el paciente esté afuera del aparato; en el pulmotor estaba adentro y para revisar al enfermo se le ponía una campana con aire a presión cubriendo la cabeza. Este procedimiento permitía abrir el pulmotor pero por un lapso de no más de 15 á 20 minutos.
En esta situación la revisamos comprobando el abdomen agudo y ante la imposibilidad de la cirugía ( dado el escasísimo tiempo disponible) cruzamos nuestras miradas como diciendo: “Dios se apiadó de ella”. Cuando sacamos la campana y volvimos a poner a Teresita dentro del pulmotor me dijo (como adivinando nuestro pensamiento): “Paco, háganme todo, hasta lo imposible, pero no me dejen morir, mirá que los chicos del Hospital de Niños esperan mis tarjetas”.
Ante ese pedido, un cirujano, uno de los más brillantes que he conocido, se animó y la operó fuera del pulmotor (dentro era imposible) con la mencionada campana. La operación duró exactamente 12 minutos y Teresita vivió 7 años más, mandando sus tarjetas al Hospital de Niños.
“Doctor, ¿me puede abrazar?”
Tenía que dar la tristísima noticia a una mamá que su hijito de 7 años con un sida terminal (post-transfusional, al comienzo de la epidemia), se iba a morir. Dije la consabida frase “ya no hay nada que hacer” a lo que la mamá me contestó: “sí hay por hacer”. “Qué puedo hacer?” le pregunté y con lágrimas en los ojos me dijo: “Doctor, ¿me puede abrazar?”
Nunca volví a decir “no hay nada que hacer”, sino “ya no hay nada que tratar, como médico ya no puedo hacer nada, pero como persona, ¿puedo hacer algo por usted?” Y siempre se puede hacer algo. Cuando ya no hay “tekné”, siempre hay “medeos”.
Estamos (mal) acostumbrados a decidir por el paciente pensando que nuestras decisiones son las mejores, pero éstas pertenecen siempre al enfermo y no a nosotros, por mejor intencionados que estemos.
Ante un paciente terminal frecuentemente (y muchas veces a pedido de la familia) aumentamos la dosis de sedantes para que no sufra, para que “no se de cuenta”. Pero, ¿siempre es así?. En muchas ocasiones debemos tener el coraje (porque no es fácil) de avisarle al enfermo de sus últimos momentos.
En la Edad Media la gente elegía a un amigo que tenía la obligación de anunciarle su final. Le llamaban el “nuncius mortis”.
¿Por qué debemos proceder así?Porque la inminencia de la muerte es el momento reflexivo más trascendente de la vida, el momento de las grandes decisiones y no me refiero solamente a las testamentarias sino, más importante aún, las afectivas. En mi experiencia de años en terapia intensiva fueron muchos los pacientes que me decían: “cuando llegue el momento, no quiero sufrir pero quiero estar lúcido”.

Relataré algunas de ellas:
“Llamen a un juez”
Un paciente en esas condiciones pidió: “llamen a un juez”. Vivía en concubinato hacía 10 años. Llegó el juez, llamó a su concubina y… se casó!!!! Me dijo: “recién ahora me atrevo”.
Falleció al día siguiente.
“Doctor, llame a este teléfono”
En similares circunstancias, un paciente me dio un nº de teléfono y me pidió que llamara y a la persona que atendiera le dijera que él estaba internado y quería verlo.
Cumplí su deseo y al rato llegó un señor corriendo preguntando dónde estaba el paciente. Fue a su cama, quedó inmóvil unos segundos y se entrelazaron en un estremecedor abrazo y lloraron un largo rato.. Cuando se fue, el paciente me llamó y me dijo: “Doctor, gracias por la gauchada de llamar por teléfono. El que se fue es mi hermano. Hace 15 años lo eché de mi casa, lo eché mal, yo tenía la culpa. Nunca tuve el coraje de pedirle perdón, ahora que sé que voy a morir, recién ahora me atreví a pedirle perdón y me perdonó”Tuvo un gesto que nunca voy a olvidar. Me tomó las manos y me dijo: “Gracias por dejarme morir en paz”.
Volví a la mañana siguiente, se había muerto la noche anterior.
Le pregunto a la enfermera de ese turno (para no inducirle la respuesta): “vos estuviste cuando se murió ese enfermo, notaste algo diferente?”. Me respondió: “Mira, Paco , en años de terapia intensiva nunca vi morir a alguien con tanta paz, aún muerto parecía que estaba sonriendo”.
En conclusión y volviendo a las fuentes, uno de los aforismos de Hipócrates lo revela con claridad meridian: “muchos enfermos se curan solamente con la satisfacción de un médico que los escucha”, (se adelantó 2.500 años a Freud)
Dentro de una formación biologicista-positivista nos enseñan en la Facultad de Medicina a interrogar y no a escuchar.
Con el interrogatorio estamos al lado del enfermo pero con el “escuchatorio” estamos del lado del enfermo.
Ni más ni menos es la narrativa y lo más importante es que es terapéutica.
Referencias:
* "La dignidad del otro", Francisco Maglio, editorial Libros del Zorzal 2009.
Bibliografía
1.- Lain Entralgo: “La relación médico-enfermo”.Acento, Madrid,19902.- Unamuno M de: “El sentido trágico de la vida”. Espasa-Calpe, Madrid, 1961.3.-Feinstein A R: “Problems in the “Evidence” of “Evidence Based Medicine”. A J of Med, Diciembre, 1997.4.- Greenhalgh T: “Narrative Based Medicine”. BMJ.January, 19995.- “Hipócrates, Aforismos y sentencias” Ed. Del Zorzal, BsAs, 2009

miércoles, 9 de diciembre de 2009

LA SECTA DE LA BICICLETA

De la autora de "Las grietas de Jara": Claudia Piñeiro

El pedaleo marca el ritmo de una conciencia acelerada, la de Claudia, protagonista de este relato, que ingresa en un territorio de alto riesgo cardíaco: el salón de spinning. ¿Cuánto deseo y decepción involucra la búsqueda de un cuerpo autorizado por la publicidad y los medios?

Cada tanto me asalta la idea de que si no hago ejercicio algo terrible va a suceder sobre mí, mi cuerpo y mi salud. La sensación de catástrofe anti deporte me atormenta en especial cuando viajo por trabajo. Instalada en hoteles siento que en esos días, además de comer peor que nunca, me muevo cada vez menos. A veces me impongo prescindir del ascensor y subir y bajar las escaleras. Otras me tiro sobre la cama y, mullida en ella mientras miro televisión, muevo las piernas haciendo bicicleta o tijera en un intento inútil de esfuerzo abdominal. He llegado incluso a llevar una pequeña soga en la valija, aunque nunca la usé. Había viajado a Perú a la feria del libro de Lima y estaba instalada en un hotel en Miraflores, donde tenía que vivir durante una semana.Llegué un domingo, día tremendo para estar sola. Recorrí el hotel y vi que en la planta baja funcionaba un gimnasio abierto al público. Me puse la ropa adecuada y bajé con un libro dispuesta a caminar en la cinta, siempre camino leyendo. Había cierta cantidad de gente a mí alrededor pero lo que de verdad parecía un éxito era una clase llena de bicicletas fijas que transcurría en un salón contiguo desde donde llegaba una música alentadora. No sólo el lugar estaba completo sino que la gente parecía feliz. Cuando terminé con la cinta fui a averiguar de qué se trataba. La recepcionista le puso nombre al éxito: spinning o bicicletas indoor. Le pregunté qué diferencia había con respecto a hacer bicicleta fija; se rió: "No, no, esto es otra cosa". Intentó dar algunas explicaciones que no entendí, pero de lo dicho pude concluir que spinning era/es una actividad grupal, y que la fuerza del grupo sumada a la música y a las indicaciones del profesor "hacen la diferencia". "La fuerza del grupo", volvió a repetir.Me imaginé una secta de la bicicleta, y de inmediato me puse a inventar un cuento donde los protagonistas eran los miembros de esa secta que se trasladaban en bicicleta por ciudades como Lima, La Paz o Buenos Aires, y que marchaban dibujando una ve corta, como hacen los patos cuando vuelan, los más fuertes adelante rompiendo el viento. No pude seguir con mi cuento porque la recepcionista me interrumpió con una advertencia: "Eso sí, si te interesa te tendrías que anotar ya, hay mucha demanda". Miró entonces un papel donde tenía marcado con una cruz el lugar de cada bicicleta: "Ay, no, discúlpame, no me queda ni una libre, porque ésta –y golpeó una de las cruces con su uña– también la tengo reservada; es que todos quieren". "Gracias", dije, y empecé a irme, pero la chica me detuvo: "Sabes, hay una, en la última fila, contra la pared, tiene una reserva de palabra, pero creo que te la puedo dar, si es que estás decidida". "Sí", dije aunque no estaba decidida ni interesada ni quería ingresar a la secta, pero el hecho de saber que una bicicleta indoor era un bien escaso despertó mis más bajos instintos.Allí estuve, a la hora señalada, como Gary Cooper pero en lugar de llevar un revólver y una insignia de sheriff, llevé, siguiendo las instrucciones de la recepcionista, una toalla pequeña y una botella de agua. Esperé que casi todos hubieran ocupado sus bicicletas antes de subir a la mía. El profesor se paró junto a la suya con una sonrisa. Era lindo, joven y atlético, lo que debe haber contribuido a la energía que se desplegaba a un lado y al otro del salón, con risitas histéricas y elongaciones más exageradas que lo necesario. Supuse que alguien, él o alguno de sus ayudantes, se acercaría a darme instrucciones acerca del alto del asiento, de la inclinación del manubrio, o de la forma en que debía ajustarme los pedales. Nada. Sentí que por el lugar que ocupaba o por mi actitud yo era para los demás invisible. Me gustó ser invisible. "¿Listos, amigos?", preguntó el profesor. Y mientras todos a mí alrededor empezaban a pedalear al compás de la música yo intentaba en un mismo acto montarme en la bicicleta, calzarme los pedales y descubrir de dónde demonios tenía que agarrarme. "Espero que hoy no se me desmaye nadie", dijo el instructor y todos se rieron. "¿Se desmayó alguien?", le pregunté a quien tenía más cerca, pero no me contestó. A poco de andar, o de pedalear, tenía tres certezas: si no me desmayaba y lograba completar mi clase, al día siguiente me harían ruido las articulaciones de las rodillas; me dolería, cuanto menos, la cintura; y tendría moretones en las nalgas casi llegando a la entrepierna, allí donde el cuerpo calza en el asiento. Entre pedaleo y pedaleo el profesor arengaba a la tropa: "Vamos, amigos, ¿cómo están hoy?". "Bieeeennn", contestaban todos menos yo. "¿Con ganas de pedalear?". "Siiiiií". "¿Con muchas ganas de pedalear?". "Siiiiiiií"". "¿Con infinitas ganas de pedalear, amigos?". Entonces parece que por fin obtuvo un sí que lo dejó satisfecho así que indicó: "Marcha normal, entramos en calor y después ponemos carga". Yo intentaba imitar lo que hacían quienes me rodeaban: pedaleaba tratando de llevar su ritmo, cuando se agachaban me agachaba; si movían una perilla roja que estaba debajo del asiento, yo me agachaba y hacía como si la moviera; cuando mis compañeros se reclinaban sobre el antebrazo, yo me reclinaba sobre el antebrazo. Y como todos, sudaba. Lo que no podía imitar era la sonrisa. "Ahora un poco de velocidad, antes de subir la montaña", gritó el profesor. Yo a esa altura estaba más cerca de ir dejando que de subir ninguna montaña, pero todos se agacharon a girar la perilla otra vez así que eso hice. El de mi izquierda se secó la frente y el cuello y yo, que ya me había acostumbrado a imitar todo lo que hacían los demás, hice lo mismo. Al dejar otra vez la toalla en su lugar se me cayó la botella de agua que giró por el piso hasta detenerse junto a la bicicleta del profesor."¿Quién perdió el agua, amigos?", ningún amigo contestó, yo menos. Mis fuerzas llegaban a sus límites, miré el reloj y no habían pasado ¡ni diez minutos! "Ahora sí la montaña, la carga al máximo, vamos, vamos, vamos...". Busqué algún cómplice a mi alrededor: todos seguían pareciendo felices. ¡¿Pero nadie le explicó a esta gente lo que cuesta ser feliz?! ¡¿No les dijeron que la vida es finita?! ¡¿No leyeron a Clarice Lispector, a Thomas Bernhard, a Fernando Pessoa?! Me entregué, give up, me senté cómodamente en el asiento y pedaleé sin carga y a mi ritmo, desafiante. Por primera vez pareció que el instructor me registraba: "El que no puede que no se esfuerce, cada uno a su ritmo, escuchen lo que le pide el propio cuerpo". Algunos miraron a un lado y al otro buscando al desertor cuyo cuerpo pedía a gritos un poco de clemencia. Me dieron ganas de levantar la mano y decir: "Yo, ¿y qué?".No volví a hacer spinning en esa semana en Perú. Me contenté subiendo y bajando las escaleras. El segundo intento de hacer ejercicio con bicicletas fijas fue hace un par de años, y en ese caso la actividad tenía otro atractivo: se trataba de spinning acuático, las bicicletas estaban sumergidas en una pileta, con peso adicional en las bases para que no anduvieran flotando por ahí. La experiencia no fue muy diferente a la peruana. Sólo que esta vez el sudor, en medio de tanta agua, no molestaba. Tampoco pasé de la primera clase.Lo intenté por tercera vez hace un mes. Trajeron bicicletas indoor a un gimnasio cerca de mi casa. Le dije a mis hijos: "Hoy empiezo spinning". Los tres se pusieron contentos. "¿Viste?, ¡mamá hoy empieza spinning!", se repetían unos a otros. A ellos les enseñaron desde chiquitos que el deporte es salud, y les preocupa la salud de esta madre. Su reacción era una mezcla de alegría, sorpresa e incredulidad. Cuando llegó el momento de partir, me despidieron como si fuera a la guerra, pero disimulando. "Va a salir todo bien", dijo el del medio y eso no me dejó nada tranquila. La rutina de la clase fue similar a la que conocía: entrada en calor, marcha con carga, velocidad, subir la montaña, velocidad, bajada de ritmo, elongación. Pero lo que me sorprendió esta vez fue que sólo éramos tres los integrantes de la secta a pesar de que cuando había llamado para anotarme me habían dicho que si no reservaba bicicleta para todo el mes no me podían asegurar continuidad. "Hay mucha demanda", me había advertido quien me atendió tal como lo había hecho aquella primera vez la recepcionista peruana. Me hicieron elegir el lugar de mi bicicleta vía Internet como quien elige la posición de una carpa en un balneario o una tumba."Bicicleta cuatro", me confirmaron luego con un mail, lo que me dio mala espina porque nunca me gustó el número cuatro. Como dije, el día de la clase éramos tan pocos que el instructor hizo subir a las bicicletas a los dos auxiliares, a su mujer que se ocupaba de cobrar, y a un chico de unos quince años que parecía ser su hijo. Había sobre las bicicletas más empleados del gimnasio que alumnos interesados en tomar una clase de spinning. Sospeché que la secta estaba de capa caída, que ya no podían pedalear por la ciudad marchando en ve como hacen los patos, que otra secta (hidro fit, gimnasia pasiva, pilates, entrenamiento aeróbico fraccionado, tratamiento ortomolecular) habría mermado su membresía.Me acordé de los patos que aparecen en el primer capítulo de Los Soprano, y pensé que Tony Soprano podría haber intentado, además de con Prozac y terapia, con spinning. Pero que Vito Corleone no, que a Vito no lo suben a una bicicleta indoor ni a palos, que a Vito no le importan los patos. Más carga. Aunque sí le cobraría su comisión a los gimnasios. Y que Tony también se la cobraría. En eso sí coincidirían y hasta irían juntos a apretarlos. Yo no subo ninguna montaña. O mandarían a alguien. No la subo porque no tengo ganas. Y porque Tony me protege. Sí, eso, mandarían a alguien mientras ellos esperarían comiendo pasta en un restaurante italiano. Que la suba tu mujer. Y los apretarían hasta que paguen. Los apretarían, sí, lo bien que harían. Que les cobren mucho, muchísimo, que le saquen hasta la última moneda, que los fundan, que tengan que vender las bicicletas para honrar sus deudas, que vendan primero que ninguna la cuatro, que los encierren y los condenen a pedalear hasta el infinito, que los conviertan en patos, que los esquilmen. Entonces me desmayé. Llegué a mi casa, los chicos estaban alertas. "¿Todo bien, mamá?". "Todo bien", respondí. "¿Te gustó spinning?". "Me encantó", les dije y me metí en la ducha.

martes, 1 de diciembre de 2009

Pildoritas

La filósofa y psicoanalista Judith Millar, hija de Jacques Lacan, de visita en la Argentina, fue entrevistada por el diario Clarín el 29 de Noviembre de 2009. Selecciono algunas de las respuestas que dio ante las preguntas del periodista. Elijo aquellas que me parecen especialmente significativas por las transferencias posibles a nuestro campo disciplinar. Como siempre y como precaución, advierto que pienso que la Educación Corporal tiene que estar muy atenta a lo que sucede en otras ciencias. Pero siempre tomando lo elaborado en otros territorios con valor de referencia y no con valor explicativo ni, menos, aplicativo.
  • No quiero que las respuestas sean equivalentes a decir: “Tenemos solamente a la enseñanza de Lacan; no tenemos que hacer nada más que repetir lo que él ha dicho”.
  • La profesión de psicoanalista requiere una formación larga, amplia, intensa, profunda, que implica que los analistas sigan sabiendo que tienen que no saber. Y deben saber que ellos no saben qué van a encontrar en cada paciente. Lo que permite que se sigan sorprendiendo.
  • Aunque es indudable el progreso de la tecnología y el desarrollo de la ciencia, el malestar en la cultura persiste. Ahora que la idea de progreso está en crisis, hay que recordar que tanto Freud como Lacan no se suponían progresistas. El malestar persiste por el inevitable hecho de que estamos condenados a ser humanos.
  • De una cierta manera, la infelicidad del capitalismo consiste en que cuando empieza a trabajar sobre un aspecto negativo para suprimirlo, lo refuerza. Sucede así con la exclusión, por ejemplo. Todos las medidas que se toman para disminuirla la aumentan. Y la precariedad aumenta en la medida que aumenta la promesa de seguridad. Pero pensar una vida sin seguridad, es pensar la vida como la muerte. Y, estar muerto para vivir bien es una paradoja.
  • Las neurociencias proponen tratamientos más breves que el psicoanálisis. Hay que recordar que el objetivo del psicoanálisis no es normalizar a nadie. Un análisis saca a luz la singularidad de cada persona que ha consultado. Es muy difícil saber quién soy yo. Una experiencia analítica permite ubicar cuál es mi deseo; si quiero lo que deseo. Eso toma tiempo. El apuro contemporáneo es profundamente antipático. Queremos ahora, inmediatamente lo que esperamos y es difícil no ceder a ese apuro. Pero el psicoanálisis no puede ceder a eso. Es una trampa. Cuando se echa al síntoma por la puerta, vuelve a entrar por la ventana. Ese es un principio fundamental del funcionamiento de la repetición.