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jueves, 14 de abril de 2011

Periódicamente, algún acontecimiento trágico o festivo (la manera en que cantaban el himno Los Pumas en el último mundial de rugby) sacude el espectro social argentino. La actual tragedia que vive el Japón es uno de esos episodios dramáticos que ha logrado conmover a todos. Uno de los apectos más comentados es el orden y la disciplina con que el pueblo japonés responde a las circunstancias que atraviesan, seguramente porque muchos de nosotros imagina que si fuésemos sometidos a parecidos padeceres, estaríamos en vías de enfrentar una guerra civil. En ese contexto, una nota de mi hermano José Benito Giraldes en la que narra sus emociones y vivencias en el tiempo en que vivió en Japón, me parece que puede servirnos de enseñanza.

Sé que el arraigo a la propia tierra constituye la forma más genuina de identidad de una persona. Sin embargo no adhiero a orientalismos, indigenismos, tercer mundismos, ni siquiera latinoamericanismos. Me parecen interpretaciones muy teñidas de ideologías producto de que no se logra aceptar que nuestra cultura occidental, como todas las culturas, está atravesada permanentemente por crisis que no son otra cosa más que momentos de decisión. Esas decisiones, hasta que son tomadas, implican, sin duda, incertidumbre. Pero no deben llevar a la suposición de que la cultura occidental que nos acunó a todos, está en vías de extinción, junto al sujeto habitante de esta parte del mundo.

Pese a lo cual creo que es muy enriquecedor aprender de las experiencias de otras culturas que han resultado exitosas.


"Son pequeños. Duermen poco. Comen pescado crudo. Cuando entran a una casa se sacan los zapatos Tienen pasta de héroes. Trabajan como hormigas. Consumen como gorriones salvo productos electrónicos. Cuando hacen huelga, trabajan con más ahinco aún, con un "hachimaki" (cinta) blanca en la cabeza. Copian como espejos. Ríen como demonios. Manejan por la izquierda, utilizan 1800 ideogramas y tienen las mismas sílabas que nosotros. Pueblan islas que juntas "entran" en la Pcia. de Buenos Aires. Son Kawabata. Son Kurosawa. Son Mishima. Son Kondo. Son Hiramatsu. Son Tsuruoka. Son Kakazu. Son "los japoneses". Son mis amigos. Los nacidos para vivir en la geografía más invivible del planeta. País volcán. País desierto. Cero humus. Poco verde. Agua escasa. 130 millones de originarios que se acostumbraron a vivir cruzando sin pértiga arriba y red abajo el malhumor del planeta. Los únicos terrícolas en sufrir dos bombazos atómicos (1945) y sostenerse y progresar en todos los campos, pese a mini sismos cotidianos, terremoto semanal, maremoto mensual y escasez de alimentos naturales. En suma, el país más alejado de la mano de Dios. El país menos argentino del mundo. Tierra del crisantemo, de la seda, de la porcelana, de la electrónica superlativa, de la fragilidad. Y de la tragedia. La primera impresión de Japón remite a una fortaleza. Rutas, vehículos, columnas, barcos, puentes, edificios, recuerdan solidez germana, higiene escandinava, pulcritud suiza, puntualidad inglesa. Choferes corteses, policías trilingues, camareros solícitos, peatones solidarios, empleados prontos. El nipón pertenece a otra galaxia social. Para un japonés nada mejor que otro japonés. Vive y habla en plural. Casi no emplea el pronombre “yo” y su “nosotros” promueve fusiones que nuestra umbilical cultura "del Sol Poniente" desconoce. Si en reunión de tres personas dos destacan, éstas atenuarán su participación a fin de no abrumar al tercero. También evitarán la discusión inútil. Un monótono “claro, claro” o un continuo “jai, jai, jai” (si, si, si) dan la impresión de que el diálogo se estanca, pero no. Suelen acudir a lo ambiguo para dar tiempo a comprender(se) y comprender al interlocutor. No aceptan distinción absoluta entre un “Jai” (sí) y un “ie” (no). Para ellos, en cada "sí" hay un pedacito de "no" y viceversa. Por lo demás, nacen sin sentido de pecado original, viven en compañía de tantos dioses como personas, plantas y animales hay, y ejercitando una solidaridad que conmueve... Pensarán en el barbijo que evite el contagio antes que en la gripe que padecen. Suspenderán los vuelos nocturnos en el aeropuerto internacional de Narita para que el ruido no perturbe a los durmientes próximos. Acotarán autopista de 60 kilómetros con muros de cemento y goma de 7 metros de altura para que la vibración del tránsito no llegue a las villas cercanas. Educarán a los niños a servirse y portar paraguas amarillos al cruzar las avenidas, codificando así un peligro más y reduciendo esa posibilidad. Y señalarán en Braille ciertas franjas peatonales para dar a los ciegos la máxima asistencia posible.Visité Tokio, Nara, Osaka y viajé en el Shin -Kan - Sen. Quedé asombrado y aún me dura. Podría vivir en Japón más de dos meses. Si en la India uno se podría sentir como un faquir, en la Argentina un "gaucho", allí fui un extraterrestre. Me resfrié y usé barbijo por respeto. Dije “domo arigató” (muchas gracias) millones de veces y eso los alegró millones de veces. Comí pescado crudo, me hundí en sus santuarios, no conocí a ninguna geisha menor de 75 años y anduve con el corazón en la boca la vez que un temblor hizo chillar de miedo a las empleadas de una farmacia viendo caer los frascos de las estanterías. Viví "temblorcitos" en el hotel y uno algo más filoso a punto de regresar, cuando ya hecho el checking dilapidaba últimos yens en kimonos para regalo. Esta vez fueron las nínfulas del free shop las que soltaron grititos mientras el bolso con mi Nikon y mi Asahi Pentax se iba tres metros hacia el sur y mi cuerpo desgravitado patinaba hacia el norte. Si no tuve miedo fue porque en minutos más estaría volando a tierra firme y porque ellos tampoco lo tenían. Ya en el airé recordé esas esquinas de Tokio donde entre tumbas mínimas los adultos leen, en una cancha de tennis en la terraza - a 200 metros de altura - 6 personas juegan tres partidos single, en piletas al lado de la estación cientos de ellos pescan y los chicos revolotean uniendo vida y muerte en el mismo acorde. También me pregunté cómo podía ser Japón la joya del mundo y nosotros el más bruto diamante jamás tallado."

José Benito Giraldes