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jueves, 2 de diciembre de 2010

LA TRIBU DE LA EDUCACIÓN FÍSICA. .

Pro y contra de los comportamientos tribales.
A muchos de nosotros, sobre todo a aquellos que nos formamos en privilegiados tiempos de estudiantes internos, la palabra tribu nos llena de recuerdos. Para el lector no familiarizado con el tema, le cuento que todos los alumnos del profesorado pertenecíamos a dos tribus distintas: los churos y los huaynas. De esos recuerdos que atesoro, algunos son para mí, excelentes; otros no tanto.
Pero no me propongo hablar de esas calidades supuestas o imaginadas. La memoria es todo aquello que uno decide recordar. Y lo que cada uno recuerda de su juventud- y lo que prefiere olvidar- admite grandes variaciones.
Voy entonces a dejar a churos, huaynas, caciques, bautismos y padrinazgos que descansen en el arcón de los recuerdos. Para analizar únicamente si nuestra herencia institucional, oficial y extra oficial, nos impulsó hacia comportamientos y simbolizaciones más tribales que de ciudadanos.

Una visión del mundo
Cuando alguna vez usé la expresión “tribu de la Educación Física”, lo hacía más como ironía. Más en tono de broma, para señalar códigos comunes, que como categoría que implica “una verdadera visión del mundo”.
Hasta que me puse a pensar, o sea a “pesar” un poco más en serio esto de las tribus y llegué a dos o tres conclusiones que quiero compartir:
· La más plena manifestación de la idea de pertenencia es la tribu. Es, además, la forma de reunión que prevaleció durante la mayor parte de la historia de la humanidad. De hecho pertenecer a la tribu, es una situación total y abarcadora. Vuelve inexistente cualquier otra alternativa en vez de combatirla o denigrarla.
Así, por ejemplo, si a la mayoría de nosotros, una persona que no nos conoce, nos pregunta:
- ¿Vos qué sos?
- ¡Soy profesor de Educación Física!, contestaríamos.
(Puede que alguno conteste que es un ser humano, pero no lo creo).
· Es que el modo de pertenencia tribal proporciona la totalidad del conocimiento acerca del mundo y de nuestro lugar en él. Se nace como miembro de la tribu y se muere como tal; en el intervalo se adoptan y se descartan una serie de identidades estrictamente definidas: uno se recibe de Licenciado en Ciencias de la Educación, en Kinesiología, Medicina, Derecho o Gestión Educativa, pero siempre se ES profesor de Educación Física.
En la vida de la tribu, las cosas pueden salir bien o mal; rara vez son ambiguas. Y no lo son por la simple razón de que la visión del mundo que compartimos, no incluye la posibilidad de una vida fuera de ella. Por lo tanto, no hay elecciones existenciales que nos compliquen el panorama. Podemos llegar a brillar o fracasar en otro campo, pero siempre vamos a suponer que casi todo lo que merecía ser aprendido, lo aprendimos con la tribu.
La modernidad augura el final de totalidades tan completas como las tribus y, por lo tanto, también esa clase de visión del mundo tan coherente de todo miembro de la tribu. Las totalidades sociales modernas- y ni hablar de aquellas de la modernidad tardía- carecen de la cohesión típica de la tribu.
También por esa desaparición inevitable, cuando nos reunimos con los “indios” de nuestra promoción, nos dedicamos prolijamente a ponernos nostálgicos. Repetimos una y mil veces las mismas historias, que siempre parecen asegurarnos que todo tiempo pasado fue mejor. Probablemente haríamos bien en suponer que todo tiempo pasado fue anterior. Pero tal acomodación no suele ser frecuente.
Por eso también, las amistades que se tejieron en el profesorado, salvo excepciones, se mantuvieron de por vida.
· La tribu solía disponer de otro privilegio, bastante expoliado a lo largo de la historia: el de ser dueña única del terreno, cosa que ni la Nación ni la República disponen. En el profesorado de Educación Física de San Fernando, en el cual estudiamos muchos de nosotros (y lo siguen haciendo centenares de otros jóvenes), el asunto del territorio era notable. Existían, claro, los espacios institucionales tales como aulas, pistas, canchas y gimnasios. Pero el territorio de las tribus, de los churos y los huaynas, comenzaba en el parque y, ya contra la vía del ferrocarril del Bajo, se transformaba en frontera en la cual terminaba la institución y las prohibiciones institucionales.
En el lago que comenzaba después de la vía y el río en el que desembocaba el lago, el espacio se convertía en el reducto tribal por excelencia. En el reinaba la regla, pero no la ley. Lo instituible pero no lo instituido. Se podía criticar a los profesores y al director, fumar, tomar vino, añorar a las novias y las familias, fantasear sobre mujeres e imaginar futuros admirables.

¿Qué nos impulsa y qué nos demora de esa mentalidad tribal?

La nostalgia, creo, es una especie de reminiscencia- o suave tristeza- por un bien perdido. Puede servir cuando impulsa a tratar de mantener lo mejor, aquello que no envejece, lo digno de no desaparecer. Pero también puede enlentecer la marcha hacia prácticas y discursos renovados.
Así por ejemplo:
· Nuestro territorio simbólico es el del cuerpo y aquellos saberes del mismo, dignos de ser transmitidos por la cultura. En el, nadie debería “pisarnos el poncho”. Sin embargo, el saber oficial sobre el cuerpo es el saber médico. Bien haríamos en revisar la ecuación y con la lógica tribal luchar por nuestro territorio, en peligro de ser invadido por teorías y prácticas provenientes de otros campos disciplinares.
· Los códigos tribales, tan firmemente establecidos, incluían solidaridad, vínculos afectivos estables, espíritu de cuerpo, respeto por las costumbres, por las leyes, por los demás y por los “ancianos de la tribu”. Todo un mundo de valores bastantes caídos en desuso.
Pero, en ocasiones, se nos vuelven en contra. Muchas veces damos clases en contra turno, fuera de las instalaciones escolares porque ellas suelen ser inadecuadas para nuestras prácticas, alejados de las miradas y la escucha de otros colegas y lejos de toda forma de supervisión. Inclusive, en los afortunados colegios en los cuales existe un Departamento de Educación Física, éste se encuentra alejado de las otras aulas, con lo que el aislamiento y la sensación de “diferentes” se acentúan. Y nos dificulta los vínculos con los otros maestros, los padres y autoridades que siguen teniendo una versión adulterada de nosotros, de la disciplina y de su importancia en todo planteo educativo.
· Por ser el único enclave de vida, con la solitaria muerte como única alternativa, la tribu podía arreglársela sin ideología, adoctrinamiento o propaganda, cosas de las cuales una Nación no puede prescindir. Las tribus no necesitan del “tribalismo”, en cambio, la Nación necesita para constituirse al menos de un acuerdo de los ciudadanos para recordar ciertas cosas y olvidar otras. La tribu era una realidad, se vivía de acuerdo a valores, pero no era un valor en sí misma. Si la noción del credo de lo nacional desea ser una realidad, debe transformarse en un valor. Requiere de esfuerzos cotidianos de los ciudadanos para que de verdad sea como sugería Ernest Renan, un plebiscito diario, un acuerdo constante. (Esfuerzo que los argentinos no parecemos nada dispuestos a realizar).
Para poder reclamar una lealtad única o suprema, que supere a todo otro compromiso, tal la de los indios con su tribu, la Nación debe atribuirse explícitamente el lugar que ocupaba ella. Lugar que no había necesidad de explicar: sencillamente porque el tema de la sangre, del suelo y de la historia compartida lo explicaban suficientemente.
Probablemente por estas diferencias entre tribu y Nación, por ubicarnos simbólicamente más como “indios” que como ciudadanos, a los maestros del cuerpo nos cuesta tanto entender la trascendencia política de nuestra tarea. No cuesta entender que si bien transmitimos los saberes corporales de siempre, aspiramos a una verdadera transformación de las relaciones que se tejen entre los seres humanos. Lo que es verdaderamente revolucionario. Palabra ésta última que puede sonar exagerada; excepto que se acepte que hoy, el concepto de revolución puede entenderse de manera muy distinta a la manera en que la entendían los revolucionarios de los 70. Ya no es cuestión de boina y metralleta. En un mundo globalizado, las revoluciones, probablemente, ni siquiera alcanzarán extendida trascendencia.
Habrá que “conformarse” con revoluciones a escala mínima, más cercanas a lo posible. Posible hoy, que la idea de progreso constante ha sido abandonada como utópica, es ayudar a construir un mundo más habitable. La educación es apenas una herramienta para cambiar la sociedad. Pero no es la única herramienta. Cambios locales, comenzándolos desde el lugar que uno habita, desde nuestras mismas prácticas como maestros, pueden ser suficientemente innovadores y podrían actuar extendiéndose, tal como el efecto de la piedra en el estanque. Inmovilizarse por la incertidumbre, la falta de certezas, el escepticismo, la irracionalidad, el consumismo desaforado y el ocaso de los afectos, todos esos síntomas que marcan un clima de época, es fracasar en la tarea de educar a través del cuerpo. No deberíamos subestimar las posibilidades de un grupo de personas decididas a hacer las cosas bien. Dispuestas a no dejarse derrotar por el poder político, el económico o de los mercados En ese intento, la cohesión y el espíritu tribal pueden significar una gran ayuda.

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