Buscar este blog

miércoles, 15 de febrero de 2012

La última palabra

Buena cosa es la última palabra. Su existencia debería ser reconocida y agradecida, ya que sin ella nada seríamos, salvo un parloteo insufrible y sin destino alguno. Sin palabra última, las discusiones, las reuniones empresariales o de consorcio y hasta las asambleas de todo tipo serían tan sólo palabrerío, una acumulación del decir por el decir mismo, que agobiaría hasta la muerte.
En la familia, los padres son los dueños de la última palabra. Y en buena hora. Sin esa posibilidad paterna de pronunciar la palabra final, la familia no sería familia y las cosas se complicarían como, de hecho, se complican cuando hay deserción a la hora de pronunciar la palabra que redondea las cosas.
La última palabra es la que sale al mundo del acto, dejando detrás de sí el acumular de ideas y enunciados, y eso bien que lo agradecen los hijos, ya que les recuerda aquel pujo final que por fin los hizo descubrir la luz y la ley de gravedad.
Sin ella, las palabras previas son mera especulación o expresión de deseo y no el prenuncio de la consumación. La última palabra se hace cargo del deseo (no sólo lo expresa o describe) al iniciar el camino hacia su meta, asumiendo los riesgos del caso.
Decir a los hijos "no sé todavía qué hacer de comida hoy... ¿A vos qué te gustaría?", es un paso previo al posterior y definitivo pronunciamiento: "Hoy comemos milanesas", sea o no sea ése el deseo expresado por el hijo al ser consultado (de forma no vinculante) al respecto. La penúltima palabra puede ser amiga de la última al ofrecerle alternativas, y no es necesariamente su competidora.
La palabra final tiene otro uso: sirve para que los hijos tengan una referencia inicial, aun cuando le lleven la contra. Y siempre es mejor que un silencio claudicante y acobardado de parte de los padres: la última palabra paterna salva a miles de chicos y chicas de la indefinición agobiante que sufren los hijos del titubeo.
Hay varios problemas en relación con la última palabra. El principal es que suele confundírsela con la única palabra.
Mientras la última palabra está habitada en su ADN por las que la precedieron (la antepenúltima, la penúltima etc.), la única palabra no tiene más que su propio eco como referente.
Así como la última palabra nace de un vínculo con un otro y marca un derrotero a partir del mismo, la única palabra es una suerte de oveja Dolly del lenguaje, porque nace de sí misma, sin un "otro", y de allí su esterilidad, su carencia total de horizonte fecundo, su egoísmo.
La última palabra es la de la autoridad. La única es la del autoritarismo. La última palabra se abre al mundo, en tanto que la única pretende ser el mundo. La última palabra surge de un vínculo con otro, aun cuando ese otro genere conflicto, como lo que ocurre, por ejemplo, en la adolescencia de los hijos, cuando ellos ponen a prueba esa última palabra de los padres tratando de confirmar si esa pronunciación es o no, realmente, la última.
La única palabra, en cambio, mata la alteridad, y genera en los hijos una sensación muy dura y desértica de no existir como sujeto y de ser mero objeto del deseo parental. Es la voz del narcisismo que roba energía ajena, la del que no quiere a nadie acompañándolo en el paisaje, sino que busca sólo su propia imagen en el espejo. Es la palabra del tirano, del padre terrible que transforma en cosa a su hijo, y al universo, en extensión de sí mismo.
Los hijos, en su pretensión de poner a prueba el poder de sus padres (para, llegado el día, hacerlo propio), suelen acusar de autoritario al uso de la palabra última, y pretenden que la última sea la de ellos. Uno de los trucos propios de los chicos es acusar de autoritaria a la última palabra de sus padres respecto de algo.
En esos casos, muchos padres, con tal de no ser acusados de tener el monopolio de la palabra, se transforman en mudos, dejando en manos (en boca) de sus hijos la palabra final, que, en esos casos, suele ser tan sólo grito y pataleta sin razonabilidad alguna.
Todo esto trae una paradoja. Luego de recibir lo que en realidad no querían (la posibilidad de tener la última palabra), y asustados de su propia orfandad, los chicos suelen transformarse en autoritarios de verdad, con los problemas que eso apareja a la vida de relación, tal como se ve en la problemática del "niño tirano" que aqueja a millones de familias modernas.
Pensándolo bien, quizá la última palabra no exista de verdad como tal y sea tan sólo una suerte de mito. Es que, como se dice de la Utopía, una vez pronunciada, la última palabra se transforma en primera, en palabra inaugural que habilita a los hijos a emprender su camino con una referencia real y definida sobre la cual hacer pie en el mundo.
La última palabra se derrama en los hijos como una herencia que ellos, algún día, harán propia y transformarán de acuerdo con su propio arte.
En cambio, la única palabra deja sólo orfandad y desierto en los hijos, quienes deberán abrirse trabajosa y dolorosamente a un horizonte nuevo en el que la autoridad no sea malversada por el egoísmo, el miedo y el desamor.
Por Miguel Espeche para el Diario La Nación.
El autor es psicólogo, especialista en vínculos. Su último libro es Criar sin miedo .

No hay comentarios: