¿Cómo se puede ser un chico hoy
sin familia productora de ley, sin
escuela productora de ciudadanos
y sin Estado protector?
Desde distintos marcos teóricos se señala que el Estado está agotado y que tenemos que aprender a vivir sin él. No es que haya desaparecido, pero está cansado. En nuestro país está muy cansado. Las pruebas abundan: la democracia naufraga ante los intereses de la corporación política, el federalismo es una entelequia, la constitución letra muerta, nuestros representantes se representan a sí mismos y a la corporación política a la que pertenecen, el Congreso le sirve a las palomas, nadie sabe bien en qué consiste ser republicano y la justicia está atada de pies y manos por un Poder Ejecutivo que hace lo posible por quitarle independencia. Todo en el marco de un presidencialismo desbocado que confunde firmeza con avasallamiento y renovación de la estructura política con designación a dedo de la candidata presidencial.
¿En qué consiste el agotamiento del Estado-nación? No se trata del mal funcionamiento de las instituciones, del incumplimiento de unas leyes determinadas, o de la corrupción imperante. Se trata más bien de la incapacidad del Estado para postularse como articulador simbólico del conjunto de las situaciones sociales.
En cambio, en tiempos nacionales el Estado sí era capaz de producir esa articulación simbólica, es decir, era capaz de producir un sentido general para la serie de instituciones nacionales. Hoy ya no lo logra, porque ha cedido ese espacio al mercado.
No hay instituciones disciplinarias sin Estado nación
Ahora bien, el agotamiento del Estado-nación es también el agotamiento de sus instituciones llamadas de vigilancia o disciplinarias: la familia, la escuela, el cuartel, la fábrica, el hospital y la prisión.
El pasaje de la institución familia a la institución escuela, o de la institución colegio a la institución universidad, inaugura posibilidades, saberes, operaciones, relaciones y complejidades diversas que se apoya sobre una estructura formal armada con anterioridad, Diversos dispositivos, en suma, colaboran en el armado de la subjetividad institucional. Todo eso es posible sólo cuando el Estado-nación opera como institución que unifica el conjunto de las experiencias. Siendo así, la articulación institucional está asegurada, más allá de las anomalías, patologías o tropiezos de cualquier emprendimiento.
Los valores constituyen un buen ejemplo para comprender mejor los conceptos anteriores. Que no todo comportamiento da lo mismo, que todos los hijos, los alumnos y los ciudadanos tienen prohibidas y permitidas las mismas cosas, eran valores y comprensiones inculcadas por la familia y reforzadas por la escuela, con el apoyo tutelar del Estado.
Si el Estado está cansado esas instituciones no pueden ser las mismas. Ya no poseen más la función que, en la modernidad, el Estado les delegó: producción y reproducción del lazo social ciudadano. Hoy, por ejemplo, la significación social de la escuela es otra. Sencillamente porque, como señalé más arriba, el mercado es la instancia dominante de la vida social.
sin familia productora de ley, sin
escuela productora de ciudadanos
y sin Estado protector?
Desde distintos marcos teóricos se señala que el Estado está agotado y que tenemos que aprender a vivir sin él. No es que haya desaparecido, pero está cansado. En nuestro país está muy cansado. Las pruebas abundan: la democracia naufraga ante los intereses de la corporación política, el federalismo es una entelequia, la constitución letra muerta, nuestros representantes se representan a sí mismos y a la corporación política a la que pertenecen, el Congreso le sirve a las palomas, nadie sabe bien en qué consiste ser republicano y la justicia está atada de pies y manos por un Poder Ejecutivo que hace lo posible por quitarle independencia. Todo en el marco de un presidencialismo desbocado que confunde firmeza con avasallamiento y renovación de la estructura política con designación a dedo de la candidata presidencial.
¿En qué consiste el agotamiento del Estado-nación? No se trata del mal funcionamiento de las instituciones, del incumplimiento de unas leyes determinadas, o de la corrupción imperante. Se trata más bien de la incapacidad del Estado para postularse como articulador simbólico del conjunto de las situaciones sociales.
En cambio, en tiempos nacionales el Estado sí era capaz de producir esa articulación simbólica, es decir, era capaz de producir un sentido general para la serie de instituciones nacionales. Hoy ya no lo logra, porque ha cedido ese espacio al mercado.
No hay instituciones disciplinarias sin Estado nación
Ahora bien, el agotamiento del Estado-nación es también el agotamiento de sus instituciones llamadas de vigilancia o disciplinarias: la familia, la escuela, el cuartel, la fábrica, el hospital y la prisión.
El pasaje de la institución familia a la institución escuela, o de la institución colegio a la institución universidad, inaugura posibilidades, saberes, operaciones, relaciones y complejidades diversas que se apoya sobre una estructura formal armada con anterioridad, Diversos dispositivos, en suma, colaboran en el armado de la subjetividad institucional. Todo eso es posible sólo cuando el Estado-nación opera como institución que unifica el conjunto de las experiencias. Siendo así, la articulación institucional está asegurada, más allá de las anomalías, patologías o tropiezos de cualquier emprendimiento.
Los valores constituyen un buen ejemplo para comprender mejor los conceptos anteriores. Que no todo comportamiento da lo mismo, que todos los hijos, los alumnos y los ciudadanos tienen prohibidas y permitidas las mismas cosas, eran valores y comprensiones inculcadas por la familia y reforzadas por la escuela, con el apoyo tutelar del Estado.
Si el Estado está cansado esas instituciones no pueden ser las mismas. Ya no poseen más la función que, en la modernidad, el Estado les delegó: producción y reproducción del lazo social ciudadano. Hoy, por ejemplo, la significación social de la escuela es otra. Sencillamente porque, como señalé más arriba, el mercado es la instancia dominante de la vida social.
¡El estado ha claudicado ante el mercado!
La educación toda, la escuela misma es absolutamente otra cuando el mercado campea a sus anchas. Actualmente las escuelas parecen más bien tratarse de organizaciones que prestan un servicio. Por ejemplo, dan de comer. O permiten que los padres trabajen, teniendo a los hijos- relativamente- contenidos y cuidados.
Surge así otro aspecto digno de ser analizado: en condiciones de catástrofe como las que abundan en las escuelas del conurbano bonaerense, las escuelas, son –más que otra cosa- aguantaderos o galpones. En ellos se encuentran con su banda y esconden la droga de la policía. En otros casos, chicos que pertenecen a otras clases sociales más favorecidas y van a otras escuelas, también son depositados en el galpón, como consecuencia de que sus padres, embarcados en sus proyectos personales, no tienen tiempo de trabajar de padres, ni de exigir más y mejores aprendizajes para sus hijos.
El aguantadero, el galpón, carecen de cohesión lógica y simbólica, se trata de un coincidir puramente material de los cuerpos en un espacio físico. Pero esta coincidencia material no garantiza una representación compartida por los ocupantes del aguantadero.Más bien cada uno vive su rollo y arma su escena. Permiten eso sí, no estar la intemperie total y pertenecer a algo.
La escuela vive entonces el pasaje de una institución al aguantadero/ galpón. Lo que implica la suspensión de un supuesto: las condiciones de un encuentro no están garantizadas.
Pruebas al canto…
¿A qué edad deben comenzar los padres a elaborar argumentos para postergar la demanda constante de un celular, por parte de sus hijos? Es que los chicos se han transformado en consumidores y se han constituido en un buscado segmento de la población por su capacidad de consumir y de inducir el consumo de los mayores.
¿Que maestro que trabaja en la educación privada no ha sentido que sus propios alumnos lo tratan con una exigencia más propia de clientes que de alumnos?
La significación social de la escuela, en una sociedad de consumidores, es otra que en una sociedad de productores; las condiciones generales con que tienen que enfrentarse no son estatales sino mercantiles, no son estables sino cambiantes. La velocidad del mercado amenaza la consistencia ya fragmentada de las instituciones, nacidas para operar en terrenos sólidos.
Las instituciones sin Estado
Las instituciones sin Estado producen sufrimiento a sus habitantes. El sufrimiento y la angustia de no poder constituirse con el otro, no poder dialogar, no poder poner algo en común. Eso no significa que las instituciones disciplinarias no fueran capaces de semejante efecto. Todo lo contrario: si es cierto que no hay sufrimiento humano en sí, sino respecto de determinadas marcas, cualquier marca en la subjetividad- sea estatal o mercantil o institucional- será padecida. Pero los ocupantes de las escuelas actuales (maestros, alumnos, directivos, padres) hoy sufren por otras marcas. Ya no se trata de alienación y represión, sino de destitución y fragmentación; ya no se trata del autoritarismo de las autoridades escolares, sino del clima de anomia que impide la producción de un ordenamiento. Dicho de otro modo, los habitantes de las escuelas “de antes”, las de la modernidad, sufrían porque la normativa limitaba las acciones creativas y originales; los habitantes de las escuelas contemporáneas sufren porque no hay normativa compartida.
Sin embargo, las escuelas siguen funcionando…
Es cierto. La observación del paisaje social parece arrojar esa conclusión. A pesar del agotamiento del Estado-nación como práctica dominante, hay instituciones, hay escuelas. Existen, pero no es menos cierto que en las actuales condiciones, su sentido es otro. Claro está que hay escuelas; claro está que no se trata de instituciones disciplinarias, de aparatos productores y reproductores de subjetividad ciudadana. Urgen, entonces, pensar en nuevas funciones, tareas y sentidos
¿Qué pasa en las escuelas mismas ante la irrupción de estos fenómenos?
Básicamente, acontece lo siguiente:
1. No se percibe la destitución de la lógica estatal, la cual – pese a sus excesos- otorgaba ciertas condiciones conocidas de funcionamiento a la lógica pedagógica.
2. Tampoco la irrupción desestabilizante del mercado es registrada.
3. Los maestros mantenemos representaciones de nuestros alumnos e ideales de la modernidad que aparecen como anacrónicos. Por ejemplo suponemos que van a llegar a la escuela abrigados, limpios, bien alimentados y que serán respetuosos de la autoridad, del saber y del esfuerzo que requiere conseguir ese saber. Nada de eso sucede. La sociedad no nos entrega, en muchas circunstancias, tal tipo de alumno.
4. Se intentan entonces desregulaciones legitimadas en nombre de la libertad o de una pedagogía supuestamente crítica. Ese progresismo ha causado mucho daño.
5. Surgen opiniones desde distintos sectores de la organización escolar que suelen ser tan bienintencionadas como incapaces de leer toda la gravedad de la destitución de la escuela.
6. Esta última se transforma en un reducto hostil en el cual la posibilidad de producción vincular parece imposible.
¿Qué puede hacerse?
Como en tantas otras situaciones, me parece que lo primero que hace falta es tratar de entender lo inédito del paisaje social que contemplamos diariamente. Luego, ya en la acción, no habría que intentar aplicar estrategias viejas, para resolver problemas nuevos.
Me refiero específicamente a la ayuda que puede significar para nuestras prácticas, distinguir las diferencias entre leyes y reglas.
El agotamiento de las sociedades de vigilancia implica el agotamiento de la ley como ordenador simbólico. Situación que no necesariamente conduce al caos, como podría esperarse. Siempre que se construya otra simbolización. La pregunta que resulta es:
¿Cuál es la instancia que organiza simbólicamente a las sociedades actuales caído el estatuto de la ley?
Baudrillard señala que “lo que se opone a la ley no es la ausencia de ley sino la regla”.
¿Cuál es el estatuto de la regla?
La fuerza de ella parece residir en su capacidad de constituir un orden convencional del juego. (Recordemos, ya mismo, que la producción de reglas no es producción de reglas discrecionales sino producción de condiciones para un encuentro. Si hay discrecionalidad o abuso, por parte de quién las establece, estamos en otro terreno).
Con la escuela transformada en un aguantadero lo que predomina es la precariedad de la regla compartida y no la ley trascendente. La regla es imanente, precaria, temporaria, se pone para un fin, no preexiste, no se supone, es más regla de juego que ley del Estado.
En cambio, en sociedades modernas, en condiciones de Estado muy presente, consolidado a través de sus instituciones, el viejo problema de los maestros era cómo ir más allá de lo instituido, cómo ir más allá de dictar clase, cómo salir del aula o el patio como espacio burocrático, rutinario, autoritario. En la escuela aguantadero, el problema es cómo se instituye algo y no cómo se va más allá de lo instituido. La escuela tiende a perder, más o menos precipitadamente su característica de institución para transformarse en una situación específica en la que se pone y no se suponen reglas para compartir, para operar, para habitar. Las leyes trascendentes de antaño tienden a desaparecer.
Seguramente tal situación da origen a otra de las grandes dificultades que solemos discutir los maestros: subjetivamente seguimos suponiendo la preexistencia de la ley mientras que los estudiantes suponen la hegemonía de la opinión. La cuestión no es cuál supuesto se impone sobre el otro, sino cómo se instaura algo, dado que los supuestos no son compartidos. No se trata del retorno a la idea de la imprescindibilidad de la ley, sino de una vía de subjetivación distinta que es la de proponer reglas. La regla no se relaciona con el bien, no tiene que ver con la totalidad de sentido, tiene que permitir jugar a lo que queremos jugar. Pero no hay una precedencia justificada, cristalizada, teologizada, sino que hay una pura necesidad de así no se puede.
En general los maestros no podemos pensar una regla temporaria, precaria. Como herederos de la subjetividad estatal suponemos la preexistencia trascendente de la ley; justa o injusta, la ley preexiste. Cuando no es así, nos desarmonizamos. Debemos repensar el concepto de tiempo, el concepto de ley y rehacer una nueva manera de interpretar las relaciones pedagógicas basadas en reglas construidas y reconstruidas permanentemente..
En segundo término, menciono cuatro aspectos, que todos sabemos que deberían encararse con un criterio renovador:
1, Capacitar docentes para que sean capaces de construir aprendizajes que otorguen primordial significado a la importancia y el placer de aprender en un mundo complejo y vertiginoso. Desde luego que esta capacitación la pienso como maestro de lo corporal, desde una disciplina que, en la escuela, se encarga de tal instancia.
2. Reformular el currículo: Ante la rigidez típica que caracteriza a la escuela secundaria, hay que decidirse de una vez a flexibilizar, dinamizar y generar nuevas opciones como materias optativas, seminarios y talleres que dejen entrar cuestiones propias de la adolescencia. Permitiendo que los estudiantes sean parte activa de las decisiones a la hora de aprender.
3. Disciplina y convivencia: En un colegio de vanguardia, conviven en armonía ambas cosas.
4. Ejemplaridad: ¿Es posible que la rectora del Mariano Acosta, institución con 131 años de vida, en la fiesta final de curso moje a los chicos con una manguera de incendio y participe de los festejos, de igual a igual con ellos? ¿Adónde va a parar tal ejemplaridad? De esa manera se rompe la asimetría que debe existir entre docentes y alumnos.
Como cierre diría que existe una investidura estatal de la escuela, que hoy es lo que se retira, lo que parece caer. Sin embargo, seguirá habiendo escuelas en la medida que haya padres y maestros que sigan creyendo en ese gran relato que narra la benéfica transformación humana a través de ellas.
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