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viernes, 27 de noviembre de 2009

El placer en las prácticas corporales


En la sociedad del entretenimiento es lógico que uno se interrogue sobre el placer al ejercitarse corporalmente. Así nos sucedió a Jorge “Conejo” Brambatti, a Marcelo Levin y a mí, en una charla informal que compartimos.
Marcelo, que tenía por delante una mesa redonda en la Expofitness y una convención de Body & Mind (que se dedica a explorar las gimnasias alternativas, menos analizadas por la industria del fitness), quería que presentásemos algo juntos.
Se me ocurrió consultar con mis alumnos del gimnasio sobre el placer y cómo, dónde y cuándo se obtiene en las prácticas corporales. Estas son sus respuestas que presenté en los espacios mencionados, con pequeños comentarios de mi cosecha. Estos últimos aparecen en cursiva.

Respuesta: “El placer, en mi caso, aparece cuando uno percibe que se pueden vencer las dificultades que plantea el propio cuerpo al ejercitarse”.
Comentario: Desde el principio aparece esta clave. Muestra el significado que algunas personas le otorgan a los desafíos personales que deciden asumir. Desde luego, cuando cada uno se hace cargo de su propio discurso y en concordancia con el mismo, construye su proyecto personal de gestión del propio cuerpo, todo se simplifica para el profesor o instructor. El desafío aparece cuando el practicante deposita en el entrenador y en el programa, la responsabilidad acerca de los resultados, sin hacerse cargo de nada. En esos casos sugiero ésta estrategia:
· Dar a conocer y consensuar los objetivos que irán a buscarse.
· Trasladar el crucial concepto, tan olvidado en la modernidad tardía, de que casi todo lo que vale la pena conseguir cuesta esfuerzo. Al pretender divertir al aprender o al querer complacer a su alumno, más allá de un cierto límite que cada uno deberá establecer, el maestro legaliza la permanente búsqueda de felicidad que tiene sus aristas peligrosas, precisamente cuando evita todo esfuerzo.


Respuesta: Me da placer cuando en el planteo de clase se evita toda mecanización y uno es estimulado a moverse casi libremente, en torno a una consigna y registrando, por ejemplo, lo que hace cada una de las partes de su cuerpo, anticipando el movimiento por venir.
Comentario: El registro invita a pensar en esa ya antigua aseveración de que la educación, en cierta medida, es el ajuste de nuestro cuerpo a las exigencias normativas de la sociedad. Pienso que todos, de alguna manera, somos criaturas atrapadas en las redes de ella, del mercado y de la historia de la cultura a la que pertenecemos. El poder liberarnos de tales ajustes se vive placenteramente.
Al participante le faltó hacer una mención al componente socio emocional y hubiese definido lo que es un espacio y un tiempo significativo, de coherencia, en el cual el sujeto no está escindido, dividido.

Respuesta: Lo más placentero aparece cuando uno percibe que el cuerpo, de a poco, va respondiendo.
Comentario: Una característica que aparece a repetición en los aprendizajes corporales consiste, precisamente, en que los aprendices relacionan placer con sensación de progreso. Progreso que, por otra parte, se ve frecuentemente interrumpido por mesetas de estancamiento, acerca de las cuales cada sujeto debería estar advertido, para evitar abandonos y desilusiones.

Respuesta: Cuando comenzás a sentirte bien con tu propio cuerpo… ¡Eso es lo placentero!
Comentario: Es una buena señalización por las posibilidades que ofrece para profundizar. Por ejemplo: ¿Qué relación teje cada persona con su propio cuerpo? Pensemos en un asmático, un diabético, un portador de una escoliosis idiopática, un obeso; todos ellos inevitablemente van a relacionarse a través del dolor, del sufrimiento y de la limitación.
Y también se negarán la posibilidad de relacionarse con otros a través del cuerpo y el placer primitivo y salvaje que existe potencialmente en todos. Que aparece, sobre todo, al moverse libremente, bailar o jugar.
Si a esto le sumamos que el pobre cuerpo suele estar adormecido por la cultura, la religión, los medios de comunicación y las nuevas tecnologías con su multiplicidad de pantallas que impulsan al sedentarismo y el autismo social, la educación, del cuerpo aparece como recurso crucial de aprendizaje, creatividad y comunicación.

Respuesta: El placer surge cuando nunca sé que voy a hacer en la próxima clase. Sé que haré una práctica intensa pero no en qué va a consistir. La variabilidad, la sorpresa, la complejidad, la novedad, el desafío, son fundamentales. He hecho gimnasia en muchas partes y sé que esa diversidad no aparece en todas las propuestas.
Comentario: No existe repetidor sin alma repetitiva; no existen clases repetidas sin profesores repetidores. No es para nada inocente que los modelos didácticos que siguen los profesores e instructores de fitness sean idénticos o, al menos, muy parecidos. Eso permite que todos sean intercambiables; eslabones de una cadena que pueden ser reemplazados sin que se altere el producto- la clase- que los clientes han venido a buscar. Los vínculos interpersonales son olvidados en aras de que los clientes, se fidelicen con el gimnasio/empresa, no con el profesor. Porque si llega a suceder esto último y el profesor renuncia, para irse a trabajar a otra parte, los alumnos pueden seguirlo. Precisamente porque pueden no sentirse ya clientes sino alumnos de un maestro que ha mostrado ser diferente.

Respuesta: A mi lo que me da placer es la sensación de pertenecer a un grupo. Que soy aceptada en él, que no soy discriminada por ser mujer y tener 65 años. He aprendido que tales integraciones, en una sociedad que te empuja a la soledad y el aislamiento, no son frecuentes.
Comentario: Ante este registro, vale recordar que las expectativas que las personas tienen con respecto a toda práctica corporal e, inclusive, aquello que consideran placentero o desagradable, dependen en gran medida de la edad, el género, la clase social a la que pertenecen, la etnia y los recursos simbólicos y prácticos de los que dispone. Por una serie de razones históricas, muchos de nosotros, sin darnos cuenta, seguimos suponiendo que en los grupos predomina la homogeneidad. Nunca es así. Lo heterogéneo es la norma. Por lo tanto, las clases tienen que ser diferenciadas. Clases envasadas, iguales para todos, siguiendo recetas que en algún lugar fueron exitosas, son el mejor camino para el hastío y la deserción. Digámoslo de una vez: hay una dosis importante de ciencia en la clase. Pero la pedagogía está profundamente impregnada de lo imprevisto del arte. No es una cuestión de causa-efecto. Es creatividad, improvisación, observación y escucha de lo que sucede en el grupo y modificaciones permanentes en función de los emergentes que surgen de la misma práctica.

Respuesta: El secreto de que una clase sea placentera reside en los profesores.
Comentario: Einstein dijo:”La teoría de la relatividad es sencilla hasta que de verdad comienza a ser la teoría de la relatividad”. El dar una clase que sea reflexiva, pertinente y significativa para los que participan en ella, puede parecer sencillo, pero es de una gran complejidad.
Que puede comprenderse perfectamente si consideramos que cada lección debería tener un impacto simultáneo sobre lo corporal, lo socio afectivo y lo cognitivo. No es el lugar para aclarar el funcionamiento integral de estos aspectos, pero parece evidente que en una clase de gimnasia, deporte o danza, en las prácticas en el agua o en las que se realizan en la Naturaleza, el cuerpo va a estar inevitablemente presente. Por lo tanto el desafío de la enseñanza consiste en que en ella, cada sujeto:
· Aprenda a hacer un uso adecuado, placentero y crítico de su cuerpo.
· Aprenda a ser y decidir qué quiere hacer con su cuerpo.
· Aprenda a saber sobre el mismo. Desde su funcionamiento a la comprensión de las presiones sociales y culturales que se ejercitan sobre él.
· Aprenda a estar con los demás en el marco del respeto a los otros y a las reglas.

Respuesta: Yo también he hecho gimnasia en muchos lugares. En general, venden humo. Me gusta la actividad física cuando encuentro una propuesta sólida y altamente profesionalizada.
Comentario: Afortunadamente no todos son consumidores acríticos. Por lo tanto vale la pena que nos preguntemos ¿De qué trata nuestra intermediación entre los sujetos y los saberes corporales que merecen ser conocidos? ¿Se trata de enseñar a vivir el cuerpo en forma placentera y relacional o se transa con que los alumnos lo vivan en función de los signos de distinción que permite trasmitir? Si es de ésta última manera, el cuerpo en realidad desaparece y aparecen esa serie de rituales corporales estupidizantes, que se comercializan con diferentes nombres.

Respuesta: A mi me gusta sentir que me esfuerzo corporalmente; lo que no significa que quiera salir reventado. Pero me da placer darme cuenta que puedo hacer deportes y jugar con mis hijos sin sentirme cansado inmediatamente.
Comentario: En un entrenamiento personalizado, las dosificaciones individuales” para no salir reventado”, son relativamente sencillas. Lo mismo que aumentarlas progresivamente en función de las adaptaciones producto del entrenamiento. La frecuencia cardíaca, el consumo calórico o el consumo máximo de 02, son recursos muy utilizados, por ejemplo. Pero en las clases grupales, poder diferenciar los esfuerzos que hace cada uno, es notoriamente más difícil. Hay que recordar que deben tenerse en cuanta las llamadas variables de las cargas. Son las siguientes:
· Frecuencia semanal de los entrenamientos.
· Volumen de los mismos
· Intensidad
· Densidad, que refiere a la forma y características de las pausas.
· Aumento de las cargas en función de los progresos.
· Dificultad coordinativa de los ejercicios.
En esas organizaciones del entrenamiento, sugerimos utilizar la Escala de Esfuerzo Auto percibido de Borg, que ha demostrado ser muy confiable.

Respuesta: Me da placer la sensación de bienestar y energía extra que siento al final del día. Me comparo con mis amigos sedentarios y veo en el estado lamentable que quedan después de todo un día de trabajo.
Comentario: El que responde ha sido, durante muchos años, jugador de Walter polo, de nivel internacional. Claramente el placer lo relaciona con superarse y superar a los otros. Debería seguir trabajando sobre sí mismo y tomar su entrenamiento con más calma. Ciertamente sus comparaciones son perfectamente reconocibles y hasta admisibles. A todos puede pasarnos que si un día, nos enteramos que nos aumentan de sueldo, nos alegremos. Si al día siguiente se lo aumentan a todos, el placer disminuye drásticamente porque ya no me diferencio de los otros.
Su respuesta también permite que recordemos una frase de más arriba: “El cuerpo permite trasmitir signos de distinción porque se ha convertido en el más bello objeto de consumo”. Alejado del mundo de la aptitud física y la salud, el deporte permite efectos parecidos: no es lo mismo en la Argentina, decir que se juega a la pelota a paleta que al rugby. No es lo mismo el tenis criollo (sobre tierra pisada y con paleta) que el Hockey.

Respuesta: Yo también pasé los 60 años. Mi marido está en silla de ruedas, pesa 70 kilos; me resultaba imposible hacerme cargo de él. Ahora, con todo el entrenamiento muscular que hacemos me siento totalmente segura. Además, nosotros nos vamos de vacaciones a Chile. Siempre había intentado hacer una excursión en la que hay que subir un volcán de 3162 metros de altura. Jamás lo había conseguido. El año pasado lo subí fácilmente. ¡Eso sí que fue placentero!
Comentario: Aquí se juntan utilidad y sentido. Le es útil poder ayudar al marido, que duda cabe, pero le otorga sentido a su logro en la subida al volcán y eso es lo que le da placer. Me parece de lo más significativo: es que se siente placer cuando uno logra romper con las cadenas que nos esclavizan a modelos de pensar, o cuando nos rebelamos, al sentirnos arrojados al mundo, sometidos a designios que nos son ajenos. A veces, sin darnos cuenta, nos dedicamos a una determinada práctica corporal porque está “permitida” por otros o está suficientemente enaltecida por el mercado. Pero no es la que a nosotros mismos nos gustaría realizar.

Respuesta: Me da placer saber que me encontraré con un tipo de personas con las cuales me sentiré bien. Por eso, el placer lo encuentro en las clases grupales. Las máquinas no tienen para mí, el mismo atractivo. Me resulta fundamental, la inclusión de pequeños juegos y juegos-ejercicios en las clases.
Comentario: La sociedad de consumidores en la que vivimos exalta la tecnología como un valor. La apreciación de esta alumna, nos sugiere que ella no es todo. En todo caso que ofrece riesgos y posibilidades. Esos confesionarios electrónicos portátiles que son los teléfonos celulares, son un buen ejemplo. Ofrecen la posibilidad de estar siempre conectados; el inconveniente que presentan es estar siempre conectados. Dan, pero quitan.
La respuesta agrega el valor del juego y de las formas jugadas. ¿Cuál es el valor de jugar? El placer y la diversión, en primer lugar. Y el que los juegos enseñan a respetar las reglas aceptadas por todos. Si no hay regla no hay juego.

¿Cómo se hace para dar una clase en la cual estos aspectos estén considerados? En la riquísima historia de la gimnasia, en la gran cantidad de escuelas y sistemas que se han conocido y en los que se conocen actualmente y que muestra una pujante renovación, está la respuesta. Pero sólo la encontrará aquel que esté dispuesto a aceptar que: “No todo lo viejo es malo ni bueno todo lo nuevo”. Una buena dosis de espíritu crítico ayudará en el retorno a permanentes saberes a veces injustamente olvidados, en el rechazo a otros que han sido superados y en las renovaciones cotidianas que requieren de imaginación y creatividad.
Eso sí: no creo que para dar una excelente clase de gimnasia haga falta hacer cosas extraordinarias. Hace falta hacer cosas ordinarias extraordinariamente bien.


martes, 17 de noviembre de 2009

Ser viejo

El fenómeno de la nueva ancianidad bajo la óptica de la filosofía y la sociología modernas. Por qué la vejez dejó de ser sinónimo de autoridad y sabiduría. Un ensayo sin concesiones de Diana Cohen Agrest sobre los cambios culturales que afectan a la tercera edad

El día que sean invitados a un congreso desde el extranjero, se hagan cargo de todos sus gastos y sean recibidos en el aeropuerto... es porque están viejos-, sentenció cierta vez un experimentado profesor universitario ante sus alumnos. De allí en más, esta muestra de humor corrosivo sería el consuelo que me acompañaría en cada uno de mis esforzados desplazamientos académicos.
Años más tarde, vuelvo a encontrar al profético docente en una velada social. Remedando sus palabras, le cuento que las invitaciones all inclusive que, finalmente, estaba recibiendo tras años de perseverancia eran la prueba irrefutable de su hipótesis prudencial. Para mi sorpresa, y con una bien ganada autosuficiencia, replica entonces que el paso del tiempo lo había obligado a reformular su teoría original: "El día que ya ni te vayan a buscar al aeropuerto ni se hagan cargo de todos tus gastos y ni siquiera te inviten, ese día, ¡es la prueba de que estás realmente vieja!"
En la Antigüedad, cuando el anciano era una rara avis, era venerado como una fuente sapiencial indisolublemente ligada a cierta superioridad moral certificada por su madurez. Hoy por hoy, en un mundo demográficamente envejecido en el que se asienta una cultura que idolatra tanto la belleza y la juventud como oculta la fealdad y la vejez, no se desea ser perturbado por nada que nos recuerde nuestra finitud. El costo social de esta huída es una progresiva invisibilización de una franja etaria en una sociedad que, a mayor cantidad de viejos, menos sabe qué hacer con ellos. No es por azar que los eufemismos para aludir a este colectivo se multipliquen como los panes y los peces: "abuelos", "adultos mayores", "tercera edad" y hasta "cuarta edad"... en un intento de cubrir con un manto de respetabilidad a quienes el rechazo cultural hace de los así aludidos, uno de los grupos más discriminados. Dicha exclusión ilumina las razones que hacen que las reflexiones en torno al envejecer, en nuestra cultura mediática, suelan ser marginales pues, a manera de síntoma, ellas reflejan el rostro oculto de aquello que nos resistimos a aceptar.
Aun cuando admitamos que muchos de los prejuicios son la expresión de condicionamientos culturales, el imaginario social de la vejez hunde sus raíces en las circunstancias que hasta hace poco sellaban esta etapa de la vida atravesada por el tiempo y por una carnalidad despojada de todo glamour. De allí la necesidad de meditar, a contracorriente, en torno a modelos divergentes en el abordaje del envejecer.

La mirada despiadada

Por cierto, el envejecimiento no es una condición "normal" para el que lo vive, quien se siente cobijado bajo la creencia de que sólo los otros envejecen. Esta autoexclusión narcisista es tan frágil como detectable: una mirada fugaz en el espejo basta para que el cristal le devuelva una imagen marcada por las huellas del tiempo, para comprobar que es y no es el mismo. Es cierto que, en su conciencia, se siente todavía joven, pero la imagen retratada poco o nada tiene que ver con la reflejada en aquellos días más benévolos del pasado, como si ese ritual de cada día le revelara, con crueldad, cierta incoherencia entre el yo joven que lo acompaña desde siempre y ese yo que contempla, consternado, en el cristal. Ese rostro que, con el tiempo, se le ha vuelto extraño.
Este desencuentro aciago entre el yo que se cree ser y el que se es condujo a cierto consenso en el imaginario colectivo acerca de que el envejecimiento es un mal incurable. Devoto de una fe ilusoria y consagrado a exorcizar ese mal, aquel que dice "Me siento bien" lo hace porque ya no se encuentra en un estado óptimo, condición en que uno ni siquiera "se siente": durante las primeras etapas del ciclo vital, el cuerpo lo acompañó como un amigo silencioso. Al envejecer, de aliado se transformó en enemigo, traicionándolo, inclemente, con achaques y limitaciones; devenido una suerte de parásito que ha ido carcomiendo a quien fue en tiempos mejores. Cuanto más siente que las piernas no le responden, que la digestión se le volvió una molestia, que la vista se le nubla; cuanto más siente el cuerpo, más extraño se siente de quien fue, aun cuando continúe siendo el mismo. Y pese a que lo abandona cada vez un poco más, se aferra a él y, a través de él, a la vida.
Por sobre todo, el individuo que envejece se siente cada vez más, más cuerpo y, en el mismo gesto, más desposeído de un mundo donde se va quedando solo. Ciudadano de una patria que ya no es la suya, sus amigos de siempre lo han ido abandonando. Ya ni siquiera lo acompañan sus enemigos, los mismos que le daban algún sentido, siquiera miserable, a sus luchas y fracasos. Por eso se obstina en ese yo que alguna vez existió, cuando no reescribe su propia historia. Pues en una suerte de rememoración tan ficticia como irrefutable, entreteje el arte de la fabulación: si de joven se creyó dotado de aptitudes musicales, el yo social presentará su propio pasado como el de un talento desperdiciado. O si es un veterano de la Guerra Civil Española, podrá alardear de haber sido vecino de cama del Hemingway internado en el hospital militar.
Reconociéndose cautivo de su cuerpo propio, lanzarse fuera de los muros de su acotada geografía, salir de lo normal, alterar su rutina, mudarse, viajar o explorar territorios inexplorados supone los riesgos de enfrentarse con adversarios con los que no se siente capaz de medir sus fuerzas. Esas fronteras no son meramente espaciales. Con el porvenir cancelado, es irrelevante aquella pregunta pueril "¿Qué vas a ser cuando seas grande?". El sucedáneo es "¿Qué hiciste de tu vida?, como si la vida, sinónimo de cambio y devenir, se hubiese petrificado en un pasado hacia el cual no hay ni retorno ni oportunidad de reparación. Prisionero de quien fue, contempla con recelo al joven que todavía es promesa, es más, que todavía es lo que promete ser, porque no ha atravesado el curso del tiempo que se burla de los deseos y aniquila las ilusiones.
Cuando recién despunta la vejez, todavía intenta sostener aquel yo social (aun a sabiendas de que el yo biológico ya no responde como se quisiera). Y todavía vive como imagen especular -interiorizada- de la mirada de los otros. Pero desterrados de esa patria que es el propio tiempo, y a diferencia de los que le siguen, quienes envejecen no sólo envejecen para la mirada de los jóvenes, también envejecen para muchos de sus coetáneos, quienes corren tras los jóvenes y los ideales de la juventud, en el anhelo inútil de que, como por ósmosis, la fuerza y rebeldía juveniles les sean transmitidas, añorando esa edad presuntamente dorada (y olvidando que, en verdad, se trata de un período crítico de la vida, plagado de conflictos y temores).
En un texto sin paliativos, Revuelta y resignación. Acerca del envejecer, el pensador existencialista Jean Améry describe, en estos términos, al viejo que, vanagloriándose de su actitud positiva, aspira a mantenerse joven entre jóvenes: si se viste y se expresa como aquellos a quienes emula, simulará compartir las bondades de la juventud. Si el viejo renuncia al espíritu de sus propios tiempos y logra mimetizarse con los modelos contemporáneos, se dirá de él que es dueño de "una mentalidad abierta", pero a costa de sentir en carne propia su anacronismo. Obligado a vivir en un mundo que no es aquel en el cual él creció. Pero como esos modelos se renuevan cada vez más aceleradamente, está condenado a saberse cada vez más distante de las vanguardias.
Otra respuesta posible es cosechar lo vivido, creerse más allá del bien y del mal, sintiéndose finalmente liberado de la tiranía de modas pasajeras (otra forma de autoengaño), como si la experiencia ganada, pero sobre todo sufrida, otorgara el título de maestro de vida que hasta parecería autorizar cierto maltrato a los demás. Es el caso de quien murmura, entre dientes, "Todo tiempo pasado fue mejor", sin reconocer que (parafraseando a Borges) le tocó vivir, como a todos los hombres, en el peor de los tiempos.
No son las únicas respuestas existenciales a la vejez. También hay otras que, sin caer en la autoindulgencia de la mimesis ni en la soberbia de lo superado, se sostienen en un presente enraizado en el deseo de vivir.

La mirada redentora del deseo

Baruj Spinoza, el filósofo que exaltó como pocos la conquista de la alegría, declaró: "La esencia del ser humano es el deseo", y en esas enigmáticas palabras condensó la complejidad de la naturaleza humana. Porque desde el primer llanto con el que nos asomamos al mundo, somos sujetos deseantes. Porque cuando ni siquiera sospechamos nuestro destino crepuscular y todavía ignoramos absolutamente todo de cronologías y de convenciones humanas, el deseo ya se expresa como lo que es: aquello que nos constituye como quienes somos. Y siendo un deseo sin tiempo, el viejo es tan perfecto como el joven y éste, como el niño, porque en cada estadio de la vida se es todo lo que se puede o se sabe ser.
El ser humano es su deseo desplegándose a través de proyectos vitales: la sucesión de las civilizaciones, las colosales construcciones humanas, las obras de arte que parecen resistir a las victorias y a las derrotas de los ejércitos más invencibles no son sino la expresión de la conquista del instinto y del pensamiento. Pero también los actos insignificantes de la cotidianeidad, las victorias despreciables y las derrotas baladíes del día a día nacen de esa fuerza deseante que, si dependiera de cada singularidad humana, se querría infinita.
Vivir, en su sentido último, es la búsqueda perpetuamente renovada del "desear desear", desear el propio deseo, desear ser sujeto deseante, sea cual fuere el objeto que instituimos, circunstancialmente, como objeto de deseo. Es el mismo deseo que, en el horizonte existencial, propicia los buenos encuentros: aquellas amistades y amores que enriquecen nuestras vidas, los proyectos compartidos, los goces renovados. Experiencias, todas ellas, para las que poco importa el ocaso.
Sin embargo, dado que el tiempo vivido está hecho no sólo de encuentros sino también de otros tantos desencuentros, estos encuentros fallidos pueden amenazar el deseo, debilitar ese desear desear, ponerlo en riesgo y hasta consumirlo (morir es apenas eso, sucumbir al poder de un mal encuentro con otra cosa -un veneno, un automóvil, una célula cancerígena- que termina por destruirnos).
En su forma progresiva, el envejecimiento suele propiciar el "rumiar" silencioso del pasado, el volverse una y otra vez a lo que se hizo o no se hizo, o a lo que se pudo haber hecho y no se hizo. Es cierto que lo vivido persiste, insistente e inquietantemente, bajo la forma del recuerdo. Y es más cierto aún que el pasado como tal, por su evaporada "corporalidad" ("lo que fue, fue"), ya no puede ser transformado. Con su mirada interior obnubilada por su densidad existencial, el viejo se interroga sobre lo que habría sido si su pasado hubiera sido distinto. Piensa que si no hubiese hecho tal o cual cosa, no habría sobrevenido luego la catarata de desgracias cuyo desencandenante inicial podría haber sido evitado. Como el hacha en el yunque, esos recuerdos golpean una y otra vez. O hasta se han vuelto una suerte de alimento indigesto que intoxica a quien lo rumia con los fantasmas del pasado que habitan en su imaginación.
¿Qué hacer, entonces, con la experiencia acumulada, con esos desencuentros que han sellado el cuerpo y la mente con secuelas tales como el resentimiento, el remordimiento o el arrepentimiento? ¿Qué hacer toda vez que se desearía trocar lo acontecido en no acontecido, y transformar en acontecimiento lo que jamás aconteció? Spinoza nos propone un camino para reapropiarnos de nuestras emociones, desligándolas progresivamente de esas representaciones imaginarias que nos vuelven cautivos del pasado.
Por empezar, se trata de darnos cuenta de que, por lo general, nuestras emociones negativas proceden de la creencia errónea de que una única causa es la responsable de todo lo que nos acontece. Separando ese eslabón de la cadena de causas y efectos a la que pertenece, suponemos que si ese acontecimiento hubiese sido diferente, las consecuencias dolorosas podrían no haberse seguido. Entonces nos parece que todo pudo haber sido distinto.
De más está decir que, lejos de ser una panacea, esos pensamientos se reducen a lo que los lógicos llaman un contrafáctico, un condicional cuyo antecedente nunca ocurrió, como el enunciado "Si Julio César no hubiese cruzado el Rubicón, la historia de Roma (y del mundo) habría sido otra". Vuelto hacia su propio pasado, quien piensa en estos términos piensa a contramano de los hechos, en un mecanismo imposible aferrado a cierta melancolía nostálgica que inmoviliza a quien lo experimenta en un tiempo sin retorno. Desconocedor, por añadidura, de que jamás se podría haber hecho todo lo que se deseó, porque nuestra libertad es siempre una libertad condicionada por un campo de fuerzas y de tensiones. Libertad del querer ineludiblemente limitada por los deseos de los otros.
A través de este itinerario, Spinoza nos señala ciertos recursos existenciales capaces de liberarnos de lo que nos sume en el desasosiego. Es necesaria una reapropiación de las emociones, que las desligue progresivamente de la representación de las cosas exteriores. Si reconocemos los mecanismos mentales de producción de una emoción, no estando ya ésta asociada a la cosa exterior que se considera su causa, esa emoción deja al mismo tiempo de ser experimentada como una pasión, en otras palabras, interpretada y vivida en términos de amor o de odio, y en consecuencia, deja de estar sometida a lo que nos rodea. Se trata, en suma, de reorganizar nuestro campo mental según las reglas de una nueva economía libidinal que reconduzca hacia el yo todas sus producciones, desvinculando las emociones de sus fijaciones obsesivas a fines externos, y dotándolas en ese acto de nuevas motivaciones. Por medio de una especie de conversión racional, es posible disminuir subjetivamente la carga libidinal proyectada en los recuerdos destructivos y reencauzar nuestras emociones para que operen a nuestro servicio, incrementando la fuerza afirmativa en la que se sostiene la tarea de vivir.
Spinoza nos enseña que el reconocimiento de la génesis de nuestras emociones, junto con la comprensión de su naturaleza, puede llegar a quitar el dolor que esas emociones nos producen, reafirmando el valor terapéutico de una reflexión esencial en la consecución de la superación de las emociones dolorosas: así como se sigue que no es sencillo llegar a comprender los mecanismos proyectivos que instituyeron al objeto de amor o de odio que nos sume en el dolor, porque estamos comprometidos, involucrados con ellos, se sigue asimismo que una vez que comprendemos esos mismos mecanismos proyectivos y su fuente en el yo, con el tiempo dejarán de producirnos dolor. Esta suerte de resignificación de las emociones, nos lo advierte el filósofo, aunque difícil, no es imposible.
Spinoza dijo: "La esencia del hombre es el deseo". Y el deseo es primariamente el deseo de conservar la vida y de hacer, de esa vida, una existencia enriquecida por los encuentros con los otros y con las cosas del mundo, actividad deseante que recién cesa con la muerte.
El deseo, es a fin de cuentas, amar la vida. Y no conoce ni de primaveras ni de otoños.

La mirada científica

No sólo los viejos. También los jóvenes y aquellos que no lo son tanto ven la vejez como un mal que sólo les sobreviene a los otros, aun cuando paradójicamente -a diferencia de los negros o los extranjeros, por nombrar apenas un par entre tantos otros grupos discriminados-, los viejos son la única minoría de la cual esperamos formar parte (dado que la alternativa es, obviamente, peor: morir antes).
El sociólogo Manuel Castells, en La era de la información, una obra tan actual como documentada, observa que tradicionalmente el tiempo laboral se asociaba íntimamente con el ciclo vital. Ese matrimonio entre tiempo vivido y jubilación parece haber llegado a su fin: individuos que ni siquiera alcanzaron la sexta década de vida, por jubilación anticipada, por desempleo permanente o por desgaste o desánimo ante la imposibilidad de reinsertarse en el mercado laboral, lo abandonan prematuramente. No sólo el reconocido profesor universitario dotado con los conocimientos que sólo la experiencia puede conferirle es apartado de la vida académica. También las miopes conductas empresariales y gubernamentales conducen a deshacerse de los trabajadores de cierta edad, en la creencia de que la madurez es sinónimo, observa Castells, de cierta incapacidad de "adaptarse a la velocidad actual de la innovación tecnológica y organizativa", miopía que pasa por alto que la aceleración en la renovación de la tecnología crea un horizonte perpetuamente inalcanzable no sólo para los llamados "inmigrantes digitales" (quienes nacieron mucho antes de la aparición de estas nuevas tecnologías), pues de hecho también los "nativos digitales" la padecen.
En contrapartida, la transformación del ritmo vital que hacía del hombre un reloj biológico cuyas horas marcaban inexorablemente lo que socialmente se esperaba de él, la prolongación de la duración de la vida media y la proporción de la población que supera esa media alteraron la asociación entre ancianidad y muerte social. El universo de la vejez es tan heterogéneo o más el de que cualquier otro grupo etario (pensemos, sin ir más lejos, que abarca desde los sesenta o sesenta y cinco años hasta los cien años, y que en la ciudad de Buenos Aires solamente, lo dicen las estadísticas, hay más de trescientas personas centenarias), prolongación que redefinió el ciclo vital. Si tomamos en cuenta que a un jubilado a los sesenta y cinco años tal vez le espera vivir un tercio de su vida, la salida del mercado laboral ya no es un criterio válido para determinar el pasaje a la vejez. Y si se aplica un criterio mucho más preciso, las diferencias individuales no se hallan tan sujetas a la edad cronológica como al grado de discapacidad, fragilidad o dependencia, no siempre en relación directamente proporcional con la edad. Esas diferencias son tan importantes que algunos miembros muy maduros pueden ser encolumnados con discapacitados más jóvenes, integrando conjuntamente un nuevo grupo social. Por último, más que por su edad, la diferenciación real pronto dependerá del capital social, cultural y relacional acumulado a lo largo de la vida, lo que quiebra, señala Castells, "la relación existente entre la condición social y el estadio biológico en que se basa el ciclo vital".
Otros enfoques científicos también colaboraron para esclarecer la autopercepción de la vejez. Los aportes de la psicología y la neurología a la gerontología documentaron cierta pérdida de las capacidades intelectuales y mnémicas a medida que progresa el envejecimiento. La contrapartida del reconocimiento de ese deterioro cognitivo son los índices alentadores en la evolución de vida emocional. A juzgar por los estudios dirigidos por la investigadora Laura Carstensen en el Laboratorio de psicología experimental de la Universidad de Stanford, tras el seguimiento de un grupo de 184 personas entre los 18 y los 94 años se concluyó que, aunque los sentimientos positivos se mantienen constantes tanto en los adultos jóvenes como en aquellos que no lo son tanto, con el transcurso del tiempo la frecuencia de sentimientos negativos declina notoriamente. Tras "tocar fondo" alrededor de los sesenta años, los sentimientos negativos en quienes superan esa edad, experimentados en el día a día, son más frecuentes, pero se mantienen por debajo del nivel máximo de los jóvenes veinteañeros. Por añadidura, a medida que se envejece, los sentimientos positivos perduran durante más tiempo mientras que los negativos son cada vez más efímeros.
Esta variabilidad mostraría que la gente mayor regula sus estados emocionales mejor que lo que lo hace la gente joven. Con el paso del tiempo, la sensación creciente de que se cuenta con menos tiempo futuro genera la búsqueda de relaciones emocionales más profundas, a diferencia de lo que ocurre a los jóvenes que, con todo el tiempo por delante, sacrifican a menudo los lazos emocionales en la búsqueda de nuevos contactos y experiencias. Los viejos conviven en redes sociales reducidas, como reducidas son sus esferas de intereses. Pero aun cuando suelan ser vistos como desconectados de muchas actividades o como indiferentes a las oportunidades sociales, se probó que la reducción de su actividad social y de experiencias novedosas les brinda cierta libertad de elegir vivir vidas emocionalmente más satisfactorias.

Victoria pírrica

Seguramente ninguna de las tres miradas en torno a la vejez -ni la despiadada ni la redentora ni la científica- agota por sí sola la complejidad de lo vivido, pues quien la vivencia en su singularidad puede identificarse en mayor o menor grado con una u otra de ellas. Pero en cualquier caso, quien transita esa etapa de la vida suele tener demasiado para darse y para dar a los demás, aunque el imaginario colectivo insiste en representarlo como muy distante de proyectos y sueños por cumplir.
Si la percepción social de la vejez es una construcción cultural, no alcanza a reflejar las diversas maneras en las que puede ser vivida; recuperar la vejez como lo que es, una etapa más de la existencia humana, nos compromete a todos: para quienes ya no son jóvenes, el desafío es resignificar esos años para legarlos a las generaciones más jóvenes, todavía indiferentes a ese futuro que se les antoja tan remoto como impensable.
Cuando ilusoriamente renegamos del tiempo vivido, aferrándonos a una perpetua juventud apócrifa, sólo obtenemos una victoria que, en un mismo gesto, nos condena. Victoria fallida porque, más tarde o más temprano, la vejez nos espera a casi todos los mortales. Y serán los mismos que hoy se vanaglorian de vencer el tiempo, las piezas sacrificiales de un efímero triunfo.
En Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar condensa este pasaje a la sabiduría cuando el emperador reconoce que ha llegado a "la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos".
Al fin de cuentas, la vejez asusta porque preanuncia el fin de la existencia humana. Sin embargo, vivimos preñados de incertezas. Y una de ellas, como reza el proverbio, nos recuerda que "Nadie es demasiado joven como para no morir mañana ni demasiado viejo como para no vivir un día más".

FUENTE: Diario La Nación. Por Diana Cohen Agrest